Los opinadores seriales y la negación del periodismo
Edición Impresa | 1 de Febrero de 2020 | 01:51

R. CLAUDIO GÓMEZ
La desaparición de los intelectuales de los espacios públicos ha sido reemplazada con bastante eficacia por la presencia de opinadores de toda laya. Se desplazan con irregular soltura, a toda hora, por los programas de televisión que saben convertir la banalidad en un tema de agenda y viceversa.
Como una exhalación de cordura, de vez en cuando, aparecen especialistas o filósofos casi siempre desperdiciados por sus interlocutores, pero es casi una excepción: el libro en la isla desierta.
El asunto es menos notable que gravoso. Sin la presencia de intelectuales de fuste, los debates flotan en el mar de lo trivial, con la liviandad con la que lo hacen los frágiles veleros en un lago: sin la amenaza de chocar contra una nave de mayor envergadura.
Así, los espacios de mayor audiencia convocan a un despilfarro de voces que se cruzan, se interponen, se tornan inaudibles y no despejan ninguna duda, no azuzan ideas mejores y, lo peor, colocan al sentido común y la opinión personal en el trono de verdad revelada. Como la memética, contagian y engendran replicantes, pero son los restos del café en la sobremesa.
“Los debates flotan en el mar de lo trivial, con la liviandad con la que lo hacen los frágiles veleros en un lago”
Así las cosas, el mecanismo de panel, que hasta hace poco estaba destinado a la intestina y vacua discusión acerca del rendimiento de un equipo de fútbol, mutó a la descalificación de la vida privada de personalidades del espectáculo.
Las personalidades variaron a sujetos-desconocidos-que-gritan-barbaridades, para decantar en la frivolización de la política. Hasta ahí un camino conocido. En el siglo XXI asistimos a la degradación del periodism televisivo, etapa previa a su desaparición espiritual, instancia anterior a su implosión inexorable.
La pérdida de credibilidad ha sido el primer escalón. Un escalón que trepa a la terraza de esta cualidad moderna de la post verdad, donde la opinión pública coloca las versiones en el lugar de su antojo, no como producto de la conciencia crítica, sino como herramienta discursiva per se: para ganar la discusión inocua frente a su circunstancial adversario y en conocimiento de que mañana el asunto podría revertirse.
Saben de la violencia que engendra el rugby, de los virus que azotan el mundo, de moda, de cuadernos, de explosiones, de aportes truchos y de las internas de la Selección nacional. Y, es cierto, algunos son profesionales, famosos en una determinada disciplina, condición que en lugar de concentrarlos en la materia, por el contrario, los licencia a hablar de todo.
Un abogado instiga a un bombero por su impericia en el manejo de la manguera; mientras tanto, la vedette humilla al filósofo por las ideas de Unamuno.
El conductor reparte las cartas con la fina velocidad de un croupier de Black Jack y así los naipes sirven menos por su valor intrínseco que por la aventurera audacia del jugador.
Magnánimos en sus asientos y sobre la mesa de melanina, los opinadores despliegan su pasivo caudal de infundios, desaciertos y homilías. Eso no es periodismo de opinión; no es periodismo.
De ninguna manera, se pretende negar aquí la libertad de expresión (la que también debe esgrimirse con responsabilidad), sino, contrariamente, contribuir a que las expresiones sea un producto de la racionalidad y no un impulso de la vanidad. O no un impulso.
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