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Estrenada hace dos semanas en Netflix, es de lo más visto de la plataforma y más comentada en las redes. ¿Hay que verla?
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
La Administración prepara para los habitantes de su Centro Vertical de Autogestión, eufemismo neoliberal para un hoyo de más de 200 pisos donde se encierran criminales y buscavidas, los mejores manjares, y se los provee a la población a través de una plataforma descendente: los de los primeros pisos comen los exquisitos platos, los de los pisos intermedios, sus sobras, pisoteadas, masticadas, a menudo escupidas con saña; los de abajo lamen lo que queda, o se mueren de hambre, o se matan por hambre.
Esta es la premisa, descarnada, sin sutilezas, de “El Hoyo”, el thriller español de Galder Gaztelu-Urrutia que Netflix estrenó hace un par de semanas y que causa sensación. ¿Es tan buena como plantea la tuitósfera? ¿O espantosa, como lanzaron algunos críticos? ¿Hay que verla? A continuación, analizamos los pros y los contras de la cinta más comentada en tiempos de cuarentena.
Una premisa interesante
En tiempos de series y películas que parecen hechas en serie, con rasgos similares, personajes similares, introducciones similares, “El Hoyo” plantea algo distinto, si no para los fanáticos del género del terror, sí para la pantalla de Netflix. Una historia fuertemente alegórica, un viaje violento sin concesiones, y en el medio un hombre sensible, arrojado en ese pozo de comida y mierda: nosotros, cada uno de nosotros, frente a un sistema injusto. Frente a la opresión del capital, frente a un mundo violento, frente a una pandemia, queremos ser ese hombre sensible que en lugar de un cuchillo “samurai-plus” o una katana, se ha llevado al hoyo un libro, “Don Quijote”, con el afán de por fin leerlo en sus seis meses de encierro. Un mundo cruel, un hombre sensible, y el misterio que envuelve esa situación mínima: ¿qué hace esa gente ahí encerrada? ¿Cuál es la lógica final de ese lugar? ¿La hay? La premisa de “El Hoyo”, claramente, atrapa.
Un viaje que atrapa
Y también atrapa el viaje, visceral, vertiginoso: el mecanismo de narración es básico (charlan los compañeros de encierro, baja la comida, se presentan diferentes situaciones, generalmente violentas y grotescas, que revelan algunos aspectos de la naturaleza del hoyo), pero con elementos mínimos, casi teatrales (las cuatro paredes en que está encerrado el protagonista, sus compañeros ocasionales y una plataforma de comida) la película construye su propio e intrigante universo, con reglas (no todas están claras: la Administración que opera es ominosa, un dispositivo kafkiano que no revela todas las cartas de su absurdo, que las revela a medida que la trama lo precisa), y avanza siempre hacia la sangre, la violencia, el estallido. No para. El dispositivo narrativo es básico, sí, propio del cine independiente (y tampoco es novedoso: sigue una larga tradición de películas de encierro, desde “Cube” a la saga “Saw”, desde “Oldboy” a “Snowpiercer”). Pero es sumamente efectivo.
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Una película provocadora
En medio de ese viaje a las profundidades del alma humana, “El Hoyo” provoca: abiertamente política, se debate entre las esperanzas de romper con ese ciclo de opresión entre los de arriba y los de abajo, y el hecho de que cada esperanza se corroe ante la evidencia de la putrefacta naturaleza humana que plantea el filme.
Resonancias del presente
Todos estos elementos, claro, resuenan con nuestro presente, con nuestra desesperanza pandémica, con nuestros días de encierro, pendientes solo de tener algo para comer. Es fuerte, entonces, escuchar frases como “solidaridad”, en días donde se nos pide justamente eso, donde escuchamos esos discursos no como ficción, sino en los noticieros.
Y las resonancias no son solo al encierro, una casualidad, sino al capitalismo salvaje y la violencia de los de arriba a los de abajo, tema que se ha apoderado en el cine de los últimos meses, de “Joker” a “Parasite”. Esas resonancias del presente presentan un elemento de catarsis para el que las ve desde la cuarentena y la incertidumbre económica, algo de experiencia compartida.
Resonancias… siniestras
Sin embargo, estas resonancias, hay que aclararlo, resultan siniestras. Los experimentos de solidaridad son truncados a cada paso, y de formas truculentas. La solidaridad es, literalmente, “de mierda”: la película propone una mirada desesperanzadora de la humanidad, y sumamente violenta, no apta para impresionables o para quienes estén sensibilizados por el panorama global. No estamos ante un mero regodeo en el gore, pero la narración tiene momentos extremos, casi intolerables, entre comilonas, canibalismo y asesinatos varios. El final no ofrece certezas, ni demasiada esperanza, y es además mágico, revestido de religiosidad: no nos podemos salvar entre nosotros, hace falta, al final, una figura mesiánica. Y quizás ni eso. Tal vez no sea el momento adecuado para ver esta película…
La alegoría subrayada
Todo este debate no está entre líneas sino en la superficie, y revestido de una supuesta profundidad que ha llevado a muchos a lanzar que estamos ante una película de género “pero política”: pero el cine de género ha sido casi siempre político, y a menudo menos solemne que una película que plantea una discusión desde una perspectiva totalitaria, sin matices, casi adolescente.
Se entiende el atractivo de estos discursos ordenadores y misántropos, sobre todo en tiempos desesperados como estos; más difícil de tolerar para quien firma este texto (algo cascarrabias, algo snob) es que se suponga que aquí, en esa alegoría subrayada que plantea “El Hoyo”, hay algo, un Santo Grial de sentido sobre el funcionamiento del mundo.
La idea es en realidad bien sencilla: la gente es horrible. Y esa idea, sin grises, sin sorpresas, para colmo, se machaca a través de un dispositivo algo repetitivo: los habitantes del hoyo siempre ceden a sus instintos más básicos, y si bien es cierto que el machaque, la repetición hasta la náusea, es parte del dispositivo desde su concepción, y pretende transmitir de forma física el asco que es la sociedad, esta repetición seguro aburrirá a más de uno.
Un final que se va en simbolismos
La repetición llega a un punto muerto cuando el funcionamiento del hoyo ya ha sido esclarecido y no parece haber forma de escapar. La película precisa entonces de un cierre, y echa mano al dios desde la máquina, de forma bastante literal: nuestro protagonista se vuelve mesiánico (algo, es cierto, sugerido antes), y la película se torna religiosa desde sus imágenes de rojo sangre y martirio. Pero entonces todo debate entre solidaridad e individualismo queda truncado: la película se escapa de resolver la dicotomía entre la posibilidad de la organización comunitaria como única posible salvación al cruel sistema de la impersonal Administración, o su imposibilidad, lo que hubiera resultado en un cierre abrupto, nihilista, la desesperanza total (como ese falso final y su revelación en “Parasite”). En lugar de ello, termina con un tercer acto de resolución alegórica, casi mágica, y por lo tanto completamente irrelevante.
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