Rockstar a regañadientes: Charlie Watts, una leyenda que cumple 80 en la sombra

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Charlie Watts no fue el baterista primigenio de los Rolling Stones, y quizás sea el componente más desconocido de la banda de rock, pero hoy, cuando cumple 80 años, y tras cerca de cinco décadas en actividad, está claro que no solo ha sabido hacerse un hueco en la formación, sino también en la historia de la música.

El barrio londinense de Wembley vio nacer el 2 de junio de 1941 al mayor de los Rolling Stones en el seno de una familia trabajadora y dentro de una casa “prefabricada”. De la mano de su vecino y amigo Dave Green, conoció la música “skiffle” de los trabajadores negros americanos de clase baja, con toques de jazz, blues y folk, y con instrumentos hechos con objetos cotidianos.

Y ellos también se animaron a adaptar los suyos propios. Mientras Green montó un bajo con “una caja de té, un palo de escoba y una cuerda”, Watts quitó el mástil a su banjo para convertirlo en un tambor e imitar a Chico Hamilton, baterista de Gerry Mulligan que tocaba con brochas.

En 1955 sus padres le regalaron su primera batería y, en cuestión de años, se volvió “profesional”. Compaginó su trabajo como diseñador gráfico, con diferentes bolos con bandas de jazz, y finalmente adentrándose en el rock and roll junto a los Stones, en 1963.

A pesar de ser considerado como uno de los mejores bateristas de todos los tiempos, el perfil público de Watts ha sido más bien reservado. Su figura representa todo lo contrario al estereotipo de roquero: tranquilo, familiar, impecablemente vestido y alejado de vicios como el alcohol o las drogas. Aunque también atravesó una mala racha en los años 80. Comenzó con la bebida, para después pasar a las anfetaminas y la heroína. Pero el estar a punto de perder al amor de su vida, Shirley Ann Shepherd, y a su hija Seraphine, le hizo recapacitar y desintoxicarse.

Desde entonces, mientras el resto de las “satánicas majestades” seguían su desenfrenado tren de vida durante las giras, Watts se recluía en su habitación, donde desarrolló el hábito de garabatear en cada cama de hotel que visitaba.

 

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