Fiebre de sábado por la noche: el fútbol volvió a unir al pueblo​

Cuando la Selección invita a soñar y logra paralizar a todo un país, la gente se entusiasma, como reviviendo los viejos tiempos, se muestra siempre presente y no deja de hacerle el aguante

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Walter Epíscopo

wepiscopo@eldia.com

El que diga que no le gusta o no le importa el fútbol, miente. Aunque sea en los mundiales o en definiciones de Copa América como la de anoche que paralizan a un país, se rinde ante la pelota y le reza a todos los Santos. Hasta el más avinagrado se pone nervioso. Le pide Dios. Se le escapa un “vamos Messi”, un “vamos carajo”. La definición victoriosa por penales del martes pasado ante Colombia dejó muy “manija” (dirían los pibes de hoy, como locos para otros) a todo el mundo. ¿Qué más se podía pedir? Final contra Brasil. En Brasil. Messi. Neymar. Y una Copa en juego. Todos los condimentos puestos, un planazo para el sábado a la noche.

Miércoles, jueves y viernes (encima Feriado) fueron días eternos, pero las jornadas sirvieron para armar la “tribuna” desde donde vivir la gran final. Se respetaron las cábalas. “Yo lo veo solo”... “Nos juntamos los mismos a verlo, eh...” fueron algunas de las frases más escuchadas. Familias. Amigos, todos miraron la hora durante todo el sábado para llegar bien a las 21 cuando arrancara el partido. Algunos se aferraron a las creencias de ponerse la misma ropa, sentarse en el mismo lugar... otros todo lo contrario, como cada partido lo vieron en lugares distintos, siguieron cambiando.

El amanecer de la víspera arrancó soleado, con un viento frío pero de a poco el calor fue ganando la jornada. Comenzaron a verse banderas argentinas colgadas de ventanas de casas, en los balcones de los edificios. Bocinazos que se escuchaban esporádicos desde algún auto al pasar.

Las compras se hicieron temprano, y en cada negocio se habló del partido, de la bendita final. De Messi. Del nuevo ídolo, Dibu Martínez. Del equipo que podía poner Scaloni. De lo difícil de Brasil.

Con la llegada de la tarde sabatina, el celeste y blanco empezó a ganar cada espacio al aire libre. Plazas, calles, rotondas, vendedores en el centro de la ciudad de camisetas, gorros, banderas. El paso se fue apurando.

En nuestra ciudad como en cada rincón de Argentina, las plazas se fueron llenando de gente esperando el partido. Los monumentos y edificios públicos se fueron iluminando de celeste y blanco, y le ponían color a las primeras sombras de la noche.

Las últimas compras, los últimos mates, y a pensar en la noche. ¿Cenar? ¿Cómo? Algo rápido para picar. Algún sandwich, pizzas, empanadas ganaron por goleada a la hora de elegir el menú para la final. “Mejor comemos después del partido”, prefirieron otros.

Cuando dieron las 21, un país estuvo frente a la tele. En casas. En bares. En hospitales. En restaurantes. Se hicieron mil promesas. El himno nos hizo un nudo en la garganta y el pecho no dio más de cosquilleo. Alguna lágrima corrió también. En el día “10” de julio, se le pidió frente a la tele, todo y más, cuando apareció “L10” Messi, y se le suplicó a “D10s” Maradona una vez más.

La espera con las imágenes de la entrada en calor de los equipos. Lo raro (y lindo) que se sintió ver al público otra vez en las tribunas. De fondo, de repente se escuchó el tema “Live Is Life” en el Maracaná, y fue imposible no recordar a Diego con su mítica entrada en calor.

Al fin había llegado el momento, todo estaba listo, en la cancha ya estaban once contra once. El pueblo una vez más, como cuando la Selección ilusiona, estuvo presente haciendo el aguante. No hubo grietas futboleras, y los “ismos” detrás de los gustos con entrenadores, por un momento quedaron de lado por que la celeste y blanca estaba allí para jugar una nueva final. Y era lo más importante. El árbitro uruguayo Esteban Ostojich dio el pitazo inicial y todo quedaba de lado. Después, ya sería otra historia...

Una vez más, el pueblo le hizo el “aguante” a la Selección de Messi y compañía

 

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