El fuego que empieza a arder en la infancia de los escritores
Edición Impresa | 27 de Febrero de 2022 | 07:51

Por MARCELO ORTALE
En la infancia de los escritores, antes de que ellos sepan que también van a escribir, hay un instante de revelación, que puede venir de la realidad en la que viven o del texto de otro autor que los deslumbra y que, probablemente, pasará a ser uno de sus maestros de por vida. Como en las nobles pruebas atléticas, el testimonio pasa de mano en mano, de generación en generación.
Suele sentirse así el latido inicial de cada escritor. Rilke definió la infancia como a la verdadera patria del hombre. El universo esperó millones de años en el silencio de un espacio que era de nadie, hasta que cada ser humano detectó y recibió un asombroso llamado. El íntimo chispazo del germen estalló y había que empezar.
“Considéresenos, ya que la siembra cae donde quiere” dice un compasivo poema de Alberto Girri. La siembra, el big bang, el compromiso que cada escritor recibe, sin saber bien de dónde, pero que marcará su destino para siempre. A cada uno le llega la hora de tomar un rumbo y, al mismo tiempo, de vislumbrar, más allá, sin desalentarse, el naufragio inevitable.
El primer entrevistado ahora es el novelista Juan Simeran, cuyas obras no dejan de sorprender. La última de ellas, “Barón Samedi”, figura desde el año pasado entre los diez mejores libros de género publicados el año pasado en España. El protagonista central, Barón Samedi, es una suerte de “señor en el reino de la muerte”, que viste con túnicas maltrechas, a quien en la década del 60 el tirano de Haití, Francois Duvalier, imitó en su vestimenta y en su modo de hablar, para montar otro típico despotismo caribeño, cruel y surrealista.
Simeran vive en el barrio porteño de Boedo y trabaja en su establecimiento rural en Abasto. Bajo el vidrio de su escritorio se ve la tapa del libro “Para comerte mejor” de Eduardo Gudiño Kieffer: “Lo debo haber leído a los quince y si bien tenía ya leídos autores difíciles...como Tolstoi o Arlt, me fascinó la libertad de la que Gudiño hacía uso y abuso, despreocupado por completo de algo llamado hilo argumental que, de repente, empezó a parecerme cosa del jurásico”.
La mezcla de registros de Gudiño, agrega, “daba vértigo y el uso magistral de la segunda persona del singular hacía bajar al autor de las alturas inaccesibles de la omnipresencia para hablarme como un amigo”.
“Mi primer recuerdo se encuentra atado a ‘El amor en los tiempos del cólera’, de García Márquez”
Hay una decisión en Simeran, que suena juvenil y compleja. Ocurre que escribe y que, a la vez, quiere huir de la literatura: “Lo mejor que puede pasarle a un escritor es que la literatura no pase a ser el centro de su vida. El placer de escribir sí, pero no la literatura. Porque así como Samsa se levantó una mañana transformado en un monstruoso insecto, no quisiera verme convertido en un literato. La vida está afuera de los libros. Tampoco sabemos exactamente dónde. Los libros son una salsa que da sabor a la vida. Usada en exceso, la arruina, la hace insulsa”.
LA DOCENCIA
Las charlas con la poeta Norma Etcheverry y el novelista Francisco Artola, ambos platenses, se hicieron al pasar y por cuerda separada. Sin saberlo y en forma tácita, ambos llegaron a un núcleo de coincidencia: lo difícil que es recibir un legado cultural, en este caso el literario, que conlleva, entre otros valores enigmáticos, el del estilo.
Nada mejor para describir ese traspaso que la creación de Adán, esa suma inigualable de frescos que Miguel Angel pintó en capilla Sixtina, entre 1508 y 1512. Allí en lo alto del techo están juntos, Dios y el hombre.
El motivo central de la pintura es el acercamiento de los dedos índices de Dios y del ser humano, en las primeras horas del universo. Si se mira con atención, se verá que el dedo de Dios está totalmente estirado: lo que busca el Creador es llegar al ser humano. Pero el dedo índice de Adán está curvado, como temeroso o reticente. Acaso Adán anticipa que la creación y la inspiración, como responsabilidades humanas, serán tan angustiosas como intransferibles.
Juan Simeran / Web
Ambos escritores eligieron también a la infancia como plataforma y mencionaron a sus primitivas maestras del primario o a los profesores de Letras del secundario. Allí sonaron los nombres que se quedaron sin olvido. “Mi primer recuerdo se encuentra atado a “El amor en los tiempos del cólera”, de García Márquez”, dice Artola. Lo que sintió fue “que me tironearon en el mundo real y me hicieron entrar en el reino de la ficción”.
Ya mayor de edad tuvo otra vivencia que disparó su oficio de escritor. “Iba en el auto y escuché un reportaje a un cineasta que escuché por la radio, en el que habló de su relación amorosa con otro hombre, con el que habían decidido tener un hijo mediante una subrogación de vientres. No conocía nada de ese tema que me llamó mucho la atención y decidí investigarlo. Así nació uno de mis primeros relatos”, dijo el citybelense Francisco Artola (1973), cuya primera novela “El gran paso” (Niña Pez Ediciones, 2019) se puede definir como una “ficción realista” que sucede en la Argentina.
El big bang literario puede ser un clima familiar (Roberto Bolaños), un paisaje árido (Juan Rulfo), las guerras (Hemingway y tantos otros), el aroma de las flores (Marcel Proust), el mundo como idea (Macedonio Fernández), el hastío de lo cotidiano enfrentado a los enigmas surrealistas (Julio Cortázar) y así hasta el infinito. En la mayoría de los casos, el arranque se registra temprano.
Por su parte, Etcheverry, que eligió la poesía como lenguaje fidedigno, aunque también ha escrito en prosa, recibió de una maestra el nombre de un autor –Manuel Mújica Láinez- y de su libro “Misteriosa Buenos Aires”, que fueron su intemporal canto de sirenas: “Me fascinó ese libro y disfruté con cada uno de los cuentos de Mujica”.
“El invierno induce a cierto estado de introspección. Hace prestar más atención a la voz interna”
Autora de varios libros de poema: “Máscaras del tiempo” (1998), “Aspaldiko” (2002), “La ojera de las vanidades y otros poemas” (2009), y “La vida leve” (2014) que ha sido traducido al griego como tesis de Maestría en el contexto del Departamento de Lenguas Extranjeras, en Traducción e Interpretación de la Universidad Jónica, Corfú, Grecia. Con otros escribió “Lo manifiesto y lo latente” (2011), “Anotaciones de Horacio Castillo a su poesía y otras notas amigas”, (2012) y diversas antologías. En 2015 publicó “La isla escrita”, una selección propia de poetas cubanos contemporáneos, que fue presentado en la Feria del Libro de La Habana (2016).
Para Etcheverry también el clima sirve como disparador literario: “Por ejemplo, el invierno induce a cierto estado de introspección, que hace que una preste más atención a la voz interna, la que reflexiona, la que siente deseos de registrar cosas y sentires. Por otro lado, me parecen más poéticos el fuego y la nieve, que la playa o el sol ardiente que no dejan pensar”. Los nombres de algunos autores rusos, fraguados en nieve, parecen darle la razón: Dostoievsky, Gogol, Tolstoi, Chéjov, Eisenin y tantos otros. Del invierno dijo Arlt: “el frío tampoco es inocente”.
LA ACADEMIA
Allá por la década del 60 una profesora de letras ingresó a un aula de quinto grado del primario de la Escuela Joaquín V. González de la UNLP, más conocida como la Anexa. Los chicos tendrían unos once años de edad y es posible que hasta entonces no hubieran tenido contacto alguno con la obra de grandes escritores. Entre esos alumnos se encontraba el poeta Rafael Felipe Oteriño.
La docente abrió el libro que llevaba y comenzó a leer este poema: “Las calles de Buenos Aires/ ya son la entraña de mi alma/ No las calles enérgicas/ molestadas de prisas y ajetreos/ sino la dulce calle de arrabal/ enternecida de árboles y ocaso...”, recuerda Oteriño.
Sintió deslumbrado que esas palabras eran como suyas, “aunque las había escrito Jorge Luis Borges en el poema “Las calles”. Reconocí el sabor y color de mis calles platense, las calles de mi barrio, aunque Borges se refiriera a Palermo”
Norma Etcheverry / Web
“Le pregunté a la profesora si el autor era argentino y si estaba vivo. Su respuesta afirmativa me produjo un vuelco súbito y emotivo. Sentí que lo más próximo y lo más íntimo –la vida de todos los días- podía ser reflejado en palabras”
Medio siglo después de aquella lectura reveladora, Oteriño ocupa el sillón Guido y Spano de la Academia Argentina de Letras, a la que se integró como miembro titular en 2014. Alguna vez se mostró asombrado por el hecho de que los artistas, los creadores, son “tocados” por la inspiración, pero ese fenómeno quedaría sin salida, afirmó, si los, los escritores no dominaran como artesanos el idioma con el que buscan describir la realidad y llegar a los lectores.
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