Un recorrido sin restricciones bajo el abrazo de girasoles, lirios y estrellas gigantes
Edición Impresa | 13 de Marzo de 2022 | 02:54

Por MARÍA VIRGINIA BRUNO
Un nene arrastra su Rayo McQueen sobre el frío piso convertido en una pista de ensueño, mientras una pareja se besa esperando que el countdown de la cámara de su teléfono celular dispare y retrate su amor con los ciruelos en flor de fondo.
Apoyando su cabeza sobre su castigada mochila azul, un joven contempla recostado la magia de esas paredes inquietantes, mientras dos señoras juegan a adivinar los nombres de las obras que se suceden una detrás de la otra sin detalles técnicos ni información.
Más allá, una asistente de producción le llama la atención a un grupo de amigas que se bajan el barbijo para mejorar la selfie grupal, y una adolescente le explica al padre cómo tiene que sacarle una foto con una cámara antigua: “tiene que hacer ruidito y ya está”.
Una nena corre alrededor del tótem gigante que corta la geografía de la sala, mientras otra nena llora desconsolada aunque sus padres no se inquietan porque no existen las miradas de “hacelo callar”: aquí no reina el silencio ni la “compostura” que se (auto)exige en otras salas de exposición. Aquí la lógica del museo se ausenta entre música clásica, flashes, acercamientos sin vallas y una aventura activa y en zapatillas en la que cualquiera es invitado a armarse el Vincent que quiera y pueda crear.
El “Ciruelo en flor” proyectándose sobre las pantallas gigantes de “Image Van Gogh” / Laurence Labat
En “Imagine Van Gogh”, que ocupa desde mediados de febrero el Pabellón Frers de La Rural, todo es válido.
La idea de esta exposición nacida en Francia y que itinera por el mundo es, según explicó una de sus creadoras, acercar a nuevos públicos al arte en el marco de una paulatina “desertificación de los museos” que se vive en Europa.
Aunque para los cultores de la contemplación del arte en su estado original pueda ser un sacrilegio, se han creado exposiciones como estas que, apelando a los recursos tecnológicos y aplicándolos al arte, no sólo llevan la “montaña a Mahoma” sino que permiten que, de cierto modo, el público pueda sentirse parte a través de una experiencia inmersiva de multiproyección.
Alrededor de 200 obras del artista se proyectan a gran escala a lo largo y ancho del Pabellón
Annabelle Mauger y Julien Baron crearon “Imagine Van Gogh” bajo la técnica Imagine Total, inventada en 1977 por el fotógrafo y cineasta francés Albert Plécy en Les Baux-de-Provence. Allí, en el sur francés, Plécy transformó una antigua cantera subterránea en un espacio inmersivo al que llamó Cathédrale d’Images, y en la que los visitantes se sumergieron por primera vez totalmente en las proyecciones de diferentes obras de arte.
Orgullosos por el respeto de “cada pincelada, detalle, medio pictórico y color” proyectados a gran escala sobre paredes blancas, “Imagine Van Gogh” presenta más de 200 obras de los últimos dos años de vida del artista holandés, incluidas sus piezas más famosas, pintadas entre 1888 y 1890 en Provenza, Arles y Auvers-sur-Oise.
La dinámica de la propuesta es bien simple: tras un ingreso informativo, en el que en grandes paneles se repasa la vida, obra y detalles de color (el rechazo de un acreedor a una carretilla llena de sus pinturas como método de pago despierta muecas de sorpresa) de Van Gogh así como las principales características de la muestra y sus creadoras, se accede al Pabellón donde no hay recorridos sugeridos ni restricciones.
La lógica del museo no tiene lugar en “imagine van gogh”: la gente puede sentarse en el piso, acostarse, correr o saltar. Todo está permitido
Aunque no en el techo, las obras de Van Gogh toman el piso y las paredes del espacio a través de un sistema de vanguardia que, integrado por casi una cincuentena de proyectores, se proyectan las obras del genial artista en telones blancos de ocho metros de altura distribuidos a lo largo y ancho del pabellón.
Apareciendo y desapareciendo arbitrariamente, como en una especie de coreografía artística al ritmo de composiciones de Mozart, Bach, Delibes y Satie, el arte de Van Gogh se presenta en un adictivo loop de media hora en el que público deambula por un espacio cargado de estímulos audiovisuales mientras manifiesta reacciones diferentes.
Mientras algunos se sientan en un rincón con la mirada puesta en las paredes, y otros tratan de identificar en los retratos a las personas reales de la vida de Van Gogh, algunos más se apresuran en tratar de registrar la mejor foto para subir a sus historias de Instagram.
El momento más emotivo se da cuando “La noche estrellada” hace su ingreso triunfal
Cada uno parece estar perdido en la escritura de su propia película, dejándose seducir por esas imágenes icónicas que de tan conocidas, algunas, resultan familiares. Pero hay un momento en particular en el que todos (a veces son demasiados) parecen ser uno solo.
A medida que los amarillos y azules se incrementan y amalgaman, y cuando la belleza de “La noche estrellada” hace su entrada triunfal, el profundo “aahhh” de admiración aparece casi como un acto reflejo involuntario.
No hace falta aclarar que “La noche estrellada” es una de las obras más conocidas de Van Gogh. Pintada en el ocaso de su vida, detrás de los barrotes de la habitación del asilo donde intentó tratar sus problemas mentales, dejó registrada en una de las tantas e invaluables cartas enviadas a su hermano Theo de dónde sacó la inspiración para pintarla: “Esta mañana he visto el campo antes de amanecer desde mi ventana, con nada más que la estrella de la mañana, la cual era muy grande”.
La pieza original es propiedad del MoMa de Nueva York desde 1941 y está valuada entre los 500 y los 1000 millones de dólares. Pero por 300 pesos argentinos, casi al finalizar el recorrido, alguien se puede llevar una réplica en una lámina oficial que se vende en una tienda de recuerdos en la que también se pueden conseguir desde lapiceras y medias hasta botellas de agua y bolsitas para los mandados.
La exposición, sin embargo, termina unos metros más adelante y al aire libre. Tras la salida del pabellón se montó un café/bar que tiene la intención de emular aquel que Van Gogh retrató en el Café Terrace de la Place Du Forum, en la ciudad de Arles en 1888.
Incomprendido y pobre, Van Gogh murió en mayo de 1890 a los 37 años, habiendo vendido una sola obra en su vida. Dos años antes de su muerte, le escribió a su hermana Willemien: “Vivimos ahora en un mundo de la pintura indeciblemente paralizado y miserable. Las exposiciones, las tiendas de cuadros, todo, todo está ocupado por gente que intercepta dinero. Y no debes pensar que es imaginación de mi parte. La gente paga mucho por la obra cuando el propio pintor está muerto. Y la gente siempre desprecia a los pintores vivos utilizando el argumento de la obra de los que ya no están con nosotros”.
La exposición, que tras su estreno en París pasó por Canadá, Estados Unidos e Inglaterra, desembarcó a mediados de febrero en Argentina donde se volvió un fenómeno del boca en boca. Tras superar la barrera de los 200 mil tickets vendidos, Buenos Aires se convirtió en el destino más taquillero y, por eso, Daniel Grinbank, uno de los productores argentinos de la muestra, tomó la decisión de postergarla hasta el 21 de junio. Es tal el fenómeno alrededor de esta propuesta que los interesados en asistir tendrán que esperar hasta mediados de abril cuando recién empiezan a aparecer fechas disponibles.
Obras a gran escala de los últimos dos años de vida de vincent van gogh se proyectan entre el piso y las paredes
Por cuestiones organizativas y para respetar el distanciamiento social, las entradas se venden únicamente de manera online y en bloques de media hora con aforo limitado, aunque la permanencia en la exhibición no tiene un tiempo preestablecido.
Los accesos, disponibles en www.laruralticket.com.ar, tienen un valor de $3000 (adultos), $2000 (menores de 12), $8000 (pack familiar: 2 mayores y 2 menores), mientras que los menores de 3 años no abonan entrada.
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