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Ahora se llaman “estafas románticas” y empiezan por internet o aplicaciones. Cuando la realidad supera a la ficción
Los amigos peruanos creyeron haber sacudido a las chicas que conocieron en el pool de la calle 47
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
El experimentado detective retirado de Parque Saavedra llama otra vez y se lo nota eufórico. Dice que esa vieja costumbre de revolver papeles y carpetas suele darle sorpresas, pequeñas alegrías que difícilmente podría encontrar si esos rastros del pasado estuviesen comprimidos en el disco duro de una computadora. Dice que al papel amarillento, los cartones arrugados y a las fotos en blanco y negro, “no hay con que darles”.
El mismo detective jubilado que en una entrega anterior dio una versión desconocida del famoso Casamiento de la San Ponciano, había prometido contar algunas otras historias de su vida como investigador privado en La Plata de fines de los 70 y principios de los 80.
“Cuando encontré la carpeta con el caso del zapato ortopédico, me acordé de usted. Y me acordé del caso de las Viudas Negras de Macondo y de otros casos de Viudas Negras en La Plata. Dicen que ahora con internet y esas aplicaciones en los teléfonos, hay más casos que antes”.
Le digo que sí, que es posible y que incluso se han sumado otras formas de extorsión que tienen como blanco a quienes -hombre y mujeres- utilizan los “servicios” de páginas de citas. Ahora se llaman “estafas románticas” y las estadísticas muestran que hay cada vez más víctimas y victimarios.
“Hola, señor XX, le habla el subjefe de la DDI de XX. En horas de la madrugada del sábado fue allanado un prostíbulo en el cual se encontraban dos menores de edad y en el dispositivo móvil (el teléfono celular) había una transferencia hecha por usted por lo cual se encuentra en investigación. La menor fue abusada a la hora en que usted hizo la transferencia bancaria. Por lo cual dígame usted si sigo con el procedimiento y mañana me dan la orden de detención en su domicilio”.
Le mando el mensaje de WhatsApp que días pasados recibió un platense en su teléfono y le cuento que en esa oportunidad el extorsionador se llevó una sorpresa porque el extorsionado era una de esas personas que se consideran “más allá del bien y del mal” y lo mandó a pasear. Pero que esa forma de delito últimamente parece estar de moda.
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“Cuando nos contrataron por el caso del zapato ortopédico, la verdad es que con mis socios nos miramos sorprendidos. Lo primero que nos llamó la atención fue que el cliente estuviese dispuesto a gastar en nuestros servicios el mismo dinero o incluso más de lo que le costaría mandar a hacer uno nuevo. Pero después entendimos que al hombre no le importaba el gasto. Quería venganza”.
En los últimos días de diciembre de 1988 un hombre de apellido Cabrera denunció que a su hijo Ramón, de 20 años, le habían robado el zapato ortopédico que usaba. Los calzados ortopédicos son usados por algún tipo de patología asociada a una deficiencia o deformación en uno o ambos pies. Dicha patología puede ser de tipo óseo, articular, muscular, neurológico o muscular, entre otras.
El hombre contó que el robo había ocurrido mientras el muchacho jugaba al billar en el enorme salón que supo estar sobre una de las márgenes de Plaza Italia y cuya actividad nocturna solía reunir a todo tipo de criaturas de la noche.
“Se lo sacó para descansar el pie porque el zapato era nuevo. Lo dejó debajo de la mesa donde estaba tomando algo con unos amigos y se lo robaron”, contaría el denunciante.
Pero detrás de la historia había otra historia. El pibe había entablado charla con dos jóvenes mujeres de las que solían frecuentar el billar. En un juego de seducción que habría durado bastante poco porque el muchacho dijo no disponer de fondos para invitar a beber a las damas, una de ellas le llevó el zapato. Dijo que se dio cuenta al rato y que estaba seguro que habían sido ellas.
“Yo le puedo comprar una docena de zapatos nuevos pero lo que quiero es darles un escarmiento”.
La investigación por el paradero, en rigor por las responsables del robo del zapato ortopédico, se acotó a los lugares donde las sospechosas y un grupo de amigos de la noche solían frecuentar. Pero nadie había visto nada.
Hasta que ocurrió “lo de los peruanos”, un episodio de robo al estilo “Viuda Negra” que escondía otros muchos casos no formalmente denunciados pero que al hacerse público el de los muchachos del Perú, disparó insospechadas confesiones en las mesas de café de la Ciudad.
Al recordar a las Viudas Negras de Macondo apuntó que fueron durante décadas una leyenda urbana de la noche platense, hasta que apareció información concreta sobre ellas. Adriana y Pimienta son hoy señoras que ya pasaron los 60 años y quizá tengan nietos a los que quién sabe si alguna vez les habrán contado sobre sus andanzas.
En los manuales del hampa, las Viudas Negras duermen a sus hombres y les comen todo lo que sea de valor material. En el tiempo de Adriana y Pimienta se decía que usaban “Rophy”, nombre popular de un fuerte somnífero que al decir del sitio narconon.org.es “se le conoce como la droga de la violación porque es incolora, inodora, de acción rápida, que se puede deslizar en un trago”.
Aquellas Viudas Negras, contaría el detective, caerían por una casualidad, algo absolutamente impensado. Una de ellas había desplumado a un joven que esa noche estrenaba un saco al que no quiso descoserle los bolsillos para mantenerlo “armado” en ese debut. Mientras dormía como un bebé después de haber sido drogado, Pimienta se encargó de descoserle los bolsillos, cuestión de no dejar nada sin revisar. Avergonzado por haber sido víctima de un despojo en semejantes circunstancias, el muchacho contó su historia a un amigo taxista. Noches adelante cuando Adriana y Pimienta volvían a su casa en taxi una de ellas recordó en voz alta y entre risas “al salame que andaba con los bolsillos cosidos”. El taxista, que resultaría ser el amigo de la víctima, tomó nota del barrio y la casa donde dejó a las pasajeras: por 122 y 42. Y así cayeron.
Wilber Salazar, de 21 años y su coterráneo Simeón Montes, de la misma edad, empezaban a sentirle el gusto a la vida universitaria en la Ciudad más allá de las obligaciones. En los últimos días del año ya casi no había peñas universitarias donde concurrir y ese sábado a la noche había que aprovecharlo. Recalaron en un bar y pool de estilo lujoso que funcionó en la cuadra de 47 entre 7 y 8 y aunque les pareció que no era ambiente para ellos, se dejaron llevar por la curiosidad.
Junto a la barra que casi recorría el salón desde la entrada hasta el fondo, Wilber intercambió sonrisas con una muchacha de cabello oscuro y enrulado, ojos vivaces y linda figura. A su amigo Simeón le impactó la amiga de la morocha y dos más dos fueron cuatro.
Cuando al otro día fueron a hacer la denuncia solo pudieron decir que una se llamaba Nora y la otra Fernanda. Del pool pasaron a una confitería bailable en 7 y 42 que con los años cambiaría varias veces de dueños y de nombres. Fernanda y Nora dijeron vivir por la zona de 13 y 42 y al cabo de un rato los muchachos peruanos fueron “invitados” a acompañarlas caminando. En 12 y 42, cerca de las 4 cuando en la calle no había ni un alma, se les cruzó un Ford Sierra de color verde del que bajaron dos tipos jóvenes, armados, en tanto un tercero quedó al volante. En la denuncia dejaron constancia de que los habían despojado de 670 australes y 700 dólares además de los relojes. Y que los llevaron de paseo hasta un descampado que más tarde se enterarían que era Arana.
¿Y las chicas? Las chicas los habían entregado.
La modalidad de seducir y entregar se repetiría en esos meses hasta casi finalizado el verano. La mayoría de los casos quedaron en el juzgado del entonces juez de Oliveira por las secretaría de Braulio Fonseca. Las andanzas de Nora y Fernanda y sus misteriosos ejecutores tuvieron a la policía movilizada y al mismo tiempo desconcertada porque la banda no seguía un patrón para sus ataques. Cambiaban de boliches, de zonas y de perfil de las víctimas.
Los detectives a cargo de la búsqueda del zapato ortopédico y sus ladronas entendían que se trataba de un articulo sin valor de reventa, por lo que iba a ser difícil encontrarlo en lo de algún reducidor, entre televisores, relojes y el producto de otros robos. Pero se equivocaban. Un ortopedista les advirtió que en algunos casos era posible reutilizarlos y que, como el de la Cenicienta, era cuestión de que calzara. Así llegaron a una compraventa que funcionaba por la zona de 49 entre 10 y 11.
El compraventero buscó en el libro de ingresos y dijo que sí, que lo habían llevado dos chicas diciendo que el zapato era de un hermano fallecido que, por razones obvias, ya no iba a usarlo. Y que accedió a tenerlo “en consignación” porque no podía darles dinero a cambio.
“Me dijeron que podía costar como 1.500 australes pero yo les dije que si lo vendía tenían la plata, antes no”.
En el libro de registro quedó asentado que la consignadora del zapato era una tal Elba Nora González, domiciliada en Ringuelet. Tardaron bastante en conseguir una orden de allanamiento y la tal Elba Dora no solo nunca apareció sino que en la casa marcada vivía un hombre que se dedicaba a la reparación de televisores y que en rigor usaba el inmueble solo como taller.
“Lo único que pudimos darle al cliente fue la satisfacción de recuperar el zapato, aunque sabíamos que el hombre quería otra cosa. Pero ocurrió algo inesperado: cuando lo llevamos a la compraventa y el muchacho se lo probó, resultó que era por lo menos dos números mas chico”.
Nunca resolvieron el caso. El zapato de la compraventa de la calle 49 no era el que habían robado Nora y Fernanda. Tampoco era posible, decían, que en los menos de dos meses que había durado la pesquisa, a la víctima le hubiese crecido tanto el pie.
La hipótesis más firme fue, entonces, que el denunciante no había sido el único que había perdido el zapato, acaso en una noche de “estafa romántica”, como se dice ahora.
Los amigos peruanos creyeron haber sacudido a las chicas que conocieron en el pool de la calle 47
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