La inclusión social de un niño con Síndrome de Williams

La docente Elcira Avinceto cuenta el caso que se le planteó cuando llegó a su salón de clases un chico con Síndrome de Williams

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Suele resaltarse la labor que cumplen en lo cotidiano las maestras, por lo general, comprometidas en cuerpo y alma a formar en los conocimientos más básicos (muchos de los cuales son bien complejos) a quienes transitan, en la edad escolar, un proceso clave del desarrollo físico, afectivo e intelectual. En esta fecha tan tradicional -11 de septiembre-, cuando el país las homenajea por conmemorarse la muerte de Domingo Faustino Sarmiento, EL DIA eligió la figura de una docente platense, Elcira Avinceto, como síntesis de ese ejercicio que se expresa con total entrega en las aulas.

La elección de esta maestra como representante de tantas otras y otros responde a una historia que la docente de los primeros grados (1º y 2º) de la Escuela Nº 123 de El Peligro protagonizó junto a un alumno de características particulares; una experiencia que testimonia el encuentro entre alguien que demanda una atención especial y una educadora que no se dejó ganar por los prejuicios y el temor al fracaso y sacó lo mejor de sí en nombre de la inclusión.

Se podría decir que la de Elcira y Tomás es una historia de amor, y una historia de amor que nació a partir de las carencias de ambos: él, con Síndrome de Williams, ingresando en 2013 a primer grado de una escuela de educación convencional; y ella, maestra de ese grupo de pequeños alumnos, con un largo recorrido en los cursos de alfabetización y cero conocimiento de cómo enseñar a leer y escribir a un niño con el cromosoma 7 afectado y lejos de lo esperable para un intelecto de su edad.

Con la misma perseverancia que ayudó a “Tomy” a trazar las letras de su nombre (días y días de clase, acomodando el lápiz en la mano del nene y acompañándola con la suya para guiarlo, en medio del cansancio de los dos y de momentos de frustración de su parte) Elcira volcó esas vivencias en un “diario” que le sirvió de guía y catarsis a la vez.

Por sugerencia de la directora de la escuela en aquel momento (Adriana Aguinaga), llevó el material a un libro que publicó bajo el título de “Tomy y yo...o yo y Tomy (el burro adelante para que no se espante)”, y donde cuenta con lujo de detalles esa experiencia áulica única.

Para entender, a grandes rasgos, los alcances emocionales e intelectuales del Síndrome de Williams se puede señalar que el cuadro se caracteriza por una falla en los genes 25 al 27 del cromosoma 7 que compromete la capacidad cognitiva y la salud de varias partes del cuerpo.

En el caso de “Tomy”, es un adolescente (hoy tiene 17 años) de escasa comunicación verbal que al ingresar a primer grado hablaba con monosílabos o no respondía al diálogo y cuya integración al resto del grupo demandó meses y se consiguió, en parte, por una empatía generalizada de sus pequeños compañeros.

“Tengo muy presente aquel primer día de clases: la situación me desacomodó por completo. Una se cree que puede dar todas las respuestas y aunque hacía mucho tiempo que me dedicaba al bloque pedagógico alfabetizador, recibir a un alumno con Síndrome de Williams terminó siendo para mí todo un desafío y un aprendizaje. Pero en aquel momento las circunstancias me superaron. Sin preparación en Educación Especial, no disponía de muchos recursos para enfrentarlas”, recuerda Elcira.

Esa sensación, casi de desborde y desesperación, la describió la autora del libro con un torbellino de exclamaciones y preguntas que le presentó ese inolvidable primer día de clases. ¡Pobre niño! ¡Pobre de mí! ¿Cómo voy yo a ser capaz de cuidarte? ¿Cómo puedo ayudarte? ¿Cómo planificar, encontrar actividades, contenidos, secuencias didácticas? ¿Cómo te cuido en los recreos? ¿Cómo te comunicarás conmigo? ¿Cómo enseñar, corregir, contener, retar, mimar, abrazar y conocer a los 35 chicos restantes?”.

De a poco, mientras iba descubriendo las dificultades y las potencialidades de “Tomy”, Elcira fue construyendo su propio método didáctico. Y así logró una conexión especial con el chico, que reconociera las letras, que escribiera su nombre y aprendiera a firmar su documento y lo que quizás haya sido lo más importante: una socialización plena con sus compañeros de clase.

Elcira no puede disimular el hecho de que “Tomy” haya sido uno de sus preferidos en el aula y habla de él casi como una madre. “Pudo terminar la primaria, en 6º grado se fue de viaje de egresados a la Costa con un grupo muy integrado y eso también gracias a que pertenece a una familia que se ocupa mucho de él”, señala la orgullosa maestra sobre su alumno.

La docente no quiere dejar de remarcar, asimismo, la soledad en la que se encuentran las maestras cuando en una escuela de enseñanza convencional ingresa un chico o una chica con una dificultad de aprendizaje que requeriría de una mayor atención del sistema educativo. “La integración está -afirma la maestra de la 123-, pero ni entonces ni ahora se cumple como debería, porque en la articulación con los colegios de Educación Especial no se cuenta con la cantidad de maestras integradoras que se necesitaría para que juntos hagamos mejor nuestro trabajo”.

Esa idea la confirma la actual directora de la escuela de El Peligro, Marcela Sbarbati, quien subraya que a la institución de enseñanza primaria asisten 817 niños, de los cuales seis poseen algún tipo de discapacidad. “Para nosotros es una tarea titánica, y creemos que para una verdadera inclusión se necesitaría sumar maestras integradoras y acompañantes terapéuticos”, concluye la docente.

 

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