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La Ciudad |El drama en asentamientos de Villa Alba, Tolosa y Melchor Romero

Drogas en La Plata: dos de cada tres chicos se relacionan con ellas en barrios vulnerables

Surge de un relevamiento que hizo una ONG de la Ciudad con adolescentes de entre 12 y 16 años. El 16,5 por ciento no va a la escuela y el 12,5 por ciento concurre “a veces”. Los testimonios de quienes batallan contra esta problemática

Drogas en La Plata: dos de cada tres chicos se relacionan con ellas en barrios vulnerables
Alejandra Castillo

Alejandra Castillo
acastillo@eldia.com

19 de Marzo de 2023 | 02:54
Edición impresa

Dos de cada tres chicos de entre 12 y 16 años admitieron tener algún tipo de relación con las drogas. El 29 por ciento concurre “a veces” a la escuela, o directamente ni va. Y menos del 21 por ciento tiene a sus padres con un trabajo formal. Este relevamiento no se hizo en Rosario, donde los pibes son la carne de cañón del narco que la desangra, si no entre adolescentes de asentamientos de Villa Alba, Tolosa y Melchor Romero, en La Plata.

“Tiene que ver con sectores muy vulnerables, en los que notamos una permanente ausencia del Estado en todos sus niveles, como territorios abandonados a su propia suerte”, describe Pablo “Colo” Pérez, titular de La Plata Solidaria, la ONG que realizó esta encuesta entre 72 chicos, en charlas personales y contexto de grupos reducidos, entre febrero y las primeras dos semanas de marzo de este año. Remarca Pérez que uno de las cuestiones que más alumbra este tipo de relevamientos es la “cotidianeidad de los jóvenes con la droga en todas sus expresiones, así como la falta de capacidad del Estado para que se escolaricen”.

Coincide Lorena -que no se llama así, pero pide resguardar su verdadero nombre por temor a represalias- en decir que “acá lo que más sufrimos es la ausencia del Estado”. Cuando dice “acá” se refiere a la zona de El Mercadito y el llamado Barrio Nuevo que se levantó detrás del Mercado Regional, de 1 a 118, y de 514 a 518, con familias que vivían a la vera del arroyo El Gato y fueron relocalizadas en casas de material y prefabricadas, después de la inundación de hace una década.

Lorena tiene 38 años y participó de distintas organizaciones barriales, pero ya no. Como promotora de salud, asiste, sobre todo, a chicos con problemáticas de adicciones y a sus familias, orientándolos o consiguiéndoles “algún turno en un hospital. Es que hay mucho consumo, demasiado”, reconoce. Quienes viven en ese sector de la Ciudad aseguran que las calles de El Mercadito son “complicadas”, como la 516, atravesada -literalmente- por una montaña de tierra en la que el paso de los vecinos abrió una suerte de camino peatonal y fue escenario ya de más de un asesinato.

“Todo es por droga -cuenta Lorena-; y con chicos muy jovencitos. Por ahí son amigos, pero terminan matándose entre ellos. Esto pasa cuando hay tantos transas. Y a este barrio lo tenemos colapsado. Hay chicos que nacen en ese ambiente y terminan muertos o arruinadísimos, pero otros que no nacen en ese círculo terminan metidos igual, porque no tienen oportunidad”.

¿Qué consumen? “Lo que haya”, resume Lorena, “fuman marihuana, toman y fuman cocaína; cualquier cosa. No tienen una perspectiva de vida a 10 años. No es que planifican terminar la secundaria, la universidad e irse a España. Es el día a día”.

A muchos de ellos los acompañan padres y madres que tratan de sacarlos de ese lugar, en peleas durísimas que suelen batallar solos, con resultados inciertos.

Lorena lo sabe bien: “Mi hijo empezó a consumir a los 12 años y recién a los 15 lo internaron en una comunidad de Monte Grande, porque me encadené a la Gobernación y fui a los juzgados. Fueron tres años muy feos”, recuerda. Reclamaba la cobertura del tratamiento, que ronda entre los 50 y los 70 mil pesos mensuales en instituciones como las que asistió al joven, quien recibió el alta en enero. Ya tiene 16 años y, dice su madre, “es otro pibe. La comunidad y los médicos lo ayudan en lo que nosotros no podemos. Les dan herramientas y les enseñan buenos hábitos, como hacer su cama y lavar su ropa. Le hizo muy bien, y a mí también, pudimos reencontrarnos después de pasar por muchas cosas, inclusive violentas”. Lorena y su esposo tienen 5 hijos.

El problema es que muchas familias que no pueden costear un tratamiento no consiguen que el Estado lo haga. Por ejemplo, cuenta Lorena, en la zona de El Mercadito “tenemos a una chica que es adicta desde hace dos años y hace 16 días está internada en el hospital Rossi, porque no conseguimos comunidad”. En estas dos semanas ya se escapó en cuatro oportunidades, para reingresar cada vez peor.

“Hace dos años esta misma chica estudiaba, iba al colegio. Su madre la vio demacrarse y desde entonces reniega por asistencia”, cuenta la vecina, insistiendo en que en esos casos es que resuena la pregunta: “¿Dónde está el Estado?”.

“Los pibes se desbandan en cuestión de meses, porque las drogas que les venden los vuelven adictos en el primer consumo”, denuncia, y mientras tanto “hacen cárceles, pero no comunidades terapéuticas. Hay pocas y no son malas, lo que pasa es que no las supervisan. Cuando interné a mi hijo la única que fue a verlo fui yo”.

TRABAJO, ASIGNACIÓN Y AUSENCIAS

Del relevamiento que hizo La Plata Solidaria surge que tiene trabajo formal apenas el 20,8% de los padres de los chicos encuestados. Por otro lado, el 90,2% del total afirmó que sus familias tienen alguna asignación del Estado.

“Lo que más nos asombró es la incomprensión que tienen hacia la palabra trabajo, tal y como la comprendemos en su definición más simplona, que es levantarse, cambiarse, ir a un trabajo, volver, estar con la familia. No comprenden el significado del término, porque en el contexto en el cual se criaron ellos y sus padres, esa palabra no estuvo puesta en el lugar en el que debe estar”, reflexiona Pérez.

Otro dato interesante del informe es el lugar que ocupa el comedor en la vida cotidiana de estos adolescentes, el 90,3% de los cuales concurren más de una vez por semana. Con respecto a la relación que tienen con las drogas, como consumidores, amigos de chicos adictos o con acceso a información sobre los puntos de venta en el barrio, 68% del total reconoció tener algún vínculo con la cuestión. Lo que desconocen por completo es a dónde concurrir para pedir ayuda con esa problemática: casi el 96 por ciento de los consultados dijeron no saberlo.

“Marisa” tampoco se llama así, pero, al igual que “Lorena”, pidió cambiar su nombre para este mano a mano con EL DIA. Tiene 47 años y dos hijos, el menor de los cuales, de 19, está en tratamiento por adicciones, a pesar de que ella decidió mudarse del barrio donde vivían, convencida de que en Tolosa sería mucho más difícil que entrara en contacto con la droga.

“Se habla mucho de sexo, pero en la escuela no hay educación contra la droga”

“Ya sé que está en todos lados, pero conocía la movida en el otro barrio. Soy mamá soltera, crié a mis dos hijos sola y al más chico lo tenía alejado de la gente que podía llegar a darle para consumir”. Sin embargo, hace menos de dos meses el joven les confesó, a ella y a su hermano, que toma cocaína desde hace un año. Marisa ubica el origen del consumo con dos cimbronazos familiares: la muerte del abuelo por Covid-19 -“mi papá era el amor de su vida, su compañero y su amigo. Tanto él como yo caímos en depresión”-, y la reaparición del padre del chico, después de 18 años. “Él es consumidor; creo que eso lo llevó a mi hijo a probar”, estima.

Hasta ese momento, refiere la mujer, el joven hacía una vida normal, estudiando y entrenando. “En la pandemia se echó todo a perder y cuando se volvió a abrir, él estaba muy triste. Ya no quería estudiar virtual, pero tampoco retomó el colegio” en la modalidad presencial.

Los cambios, reflexiona Marisa, se dieron de a poco, gradualmente, y sin que ella casi lo notara, salvo por la pérdida de peso, el alejamiento de la familia y las reiteradas noches que su hijo pasaba fuera de la casa. El proceso duró un año, lo mismo que la depresión que ella misma atravesó. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, reconoce Marisa.

Ella y su otro hijo terminaron por admitir que algo malo pasaba cuando cayeron en la cuenta de que el adolescente “nunca tenía plata”; a pesar de que su hermano mayor le había conseguido un buen trabajo y lo había alojado en su casa. Ni siquiera se compraba ropa.

Lo raro, explica Marisa, es que el joven refiere que consumía solo. “No anda con juntas, ni de fiesta. No viene alcoholizado ni es violento”, describe.

¿Qué pasó cuando asumieron el problema y el joven lo reconoció, en un pedido de ayuda?

“Como yo soy cristiana, le pedí a Dios, pero también reconozco que hay un montón de profesionales capaces de ayudarlo”, resalta Marisa, quien también buscó orientación en un especialista en terapias alternativas. Sin embargo, una de las primeras medidas que tomó fue llamar al teléfono del Sedronar: “Me atendieron muy bien y me derivaron a un hospital interzonal de salud mental, pero hay que llamar a las 8 de la mañana para que te den 4 turnos y tiene que hacerlo la persona con voluntad de curarse”, en caso de que tenga más de 18 años. Lorena logró convencer a su hijo de que llamara, pero nunca se pudieron comunicar.

“Nos asombró la incomprensión que tienen hacia la palabra trabajo”

Recurrió entonces a otros amigos, para tomar contacto con instituciones privadas. Consiguió así que lo admitieran en un sitio en el que pueden asistirlo, de manera ambulatoria, un equipo de psicólogos, psiquiatras y asistentes terapéuticos de La Plata.

Marisa prefiere no hablar del monto de la cuota, pero reconoce que “sale un dinero, si no tenés mutual”. Dedicada hasta hace poco tiempo al negocio gastronómico, esta mujer ahora trabaja por su cuenta. Sabe que le costará conseguir los fondos, pero está decidida a pagar por “los mejores profesionales”.

Mientras tanto, ella y su hijo concurrieron al área de Salud Mental del hospital San Martín para que los asesoraran sobre el síndrome de abstinencia de los primeros días: “Gracias a Dios lo pudo pasar”, rescata ella, “está adentro de mi casa, se mueve en familia y hace 17 días que está limpio”.

“UNO CADA MEDIA CUADRA”

“El problema se agudizó en la pandemia”, refleja Lorena; antes venía Cáritas; Niñez y Adolescencia, o tenías un recursero con distintas actividades, pero en pandemia dejamos de ir a todos lados y eso los atrajo más al barrio y a los transas. No tenían esas 8 o 10 horas alejados del consumo”. Con un largo camino recorrido en asistencia barrial y horas de escucha, resume: “Desde la zona de la bajada de la Autopista, hasta Barrio Nuevo, no tenemos servicio de niñez. Ahora pusieron un médico clínico, ginecólogo y obstetra, en una salita de 520 y 118, pero hay pocos médicos porque el municipio paga poco y quedamos marginados”.

En su relevamiento, los operadores de La Plata Solidaria invitaron a los chicos a que pensaran propuestas para que sus barrios fueran más lindos: “No piden el Hotel Hyatt, ni el Sheraton o una pileta olímpica”, ironiza Pérez, “piden cosas que se podrían hacer; un club, una plaza iluminada o un circuito para andar en bici. Hacemos estos relevamientos porque La Plata, con sus 940 kilómetros cuadrados, tiene herramientas para abordar estas cuestiones, como la Universidad, los Colegios Profesionales, a los hospitales públicos más importantes de la Provincia”.

Lo concreto es que cualquier madre o padre que se enfrenta a la adicción de un hijo, se ve cara a cara con el desconcierto. “Al principio me sentí muy sola”, confiesa Marisa, “porque la mayoría de los adictos no sale. Se habla mucho de sexo, pero en la escuela no hay educación contra la droga, ni hay contención para la salud mental”. Una de las primeras preguntas que le hizo a su hijo fue dónde compraba la cocaína: “¿Sabés qué me dijo? ‘Hay uno que te la vende cada media cuadra’. ¿Yo qué iba a hacer? ¿Salir a matarlos como Rambo? Estoy preparada para que vengan a tentarlo, hasta que él mismo pueda decir basta”. Con esta experiencia, considera clave que se redefina la Ley de Salud Mental, tal como plantea Marina Charpentier, madre de “Chano”.

Cuenta Lorena que desde hace aproximadamente dos años desembarcó en el barrio la Unidad Táctica de Operaciones Inmediatas (UTOI), con la promesa de “investigar. Todavía no allanaron, hacen encuestan entre los vecinos y aunque los fulanos (narcos) están afuera del barrio, dejan los kiosquitos para los de confianza. Son casas, puntos fijos. Y yo supongo que (la Policía) debe saber, porque en el Mercado hay una cámara que, si las programás bien, ves hasta adentro de las casas. El sistema está hecho para eso”, cierra Lorena. Mientras tanto, “son nuestros hijos los que se mueren, los amigos de tu hijo, o tu vecinito”.

Cierra el titular de La Plata Solidaria: “La ausencia del Estado es estructural, y cuando no está el Estado, están los narcos. Después lloramos sobre la leche derramada”, como en Rosario. Aunque esto pasa aquí nomás, cerquita, ahora mismo.

 

 

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