Mandarinas

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Las primeras mandarinas del otoño, con la piel aún manchada de verde, anuncian la llegada del frío. Y qué mejor época para comerlas que estos meses en los que el organismo precisa más de su riqueza en vitaminas antioxidantes.

Su dulzor, su escaso grado de acidez y la suavidad de su pulpa, hacen de este cítrico una de las frutas más populares. Además resultan tan fáciles de pelar y de comer que se han convertido en una de las frutas predilectas de los niños.

Como sus parientes cítricos, la naranja, el pomelo y el limón, su pulpa está formada por numerosas vesículas llenas de jugo rico en vitamina C, flavonoides, betacaroteno y aceites esenciales.

Aunque no es tan rica en vitamina C como la naranja, su aporte no deja de ser considerable y se acompaña de una mayor presencia de betacaroteno o provitamina A que en la naranja.

Un par de mandarinas cubren aproximadamente la mitad de las necesidades diarias de vitamina C y el 10% del betacaroteno o provitamina A.

Destaca su riqueza en ácido fólico: 100 g aportan el 40% del que se precisa al día. Los folatos intervienen en la producción de glóbulos rojos y blancos, la síntesis de material genético y la formación de anticuerpos. También contiene pequeñas dosis de B1, B2 y B6.

El mineral que más abunda en la mandarina es el potasio, necesario para la generación y transmisión de los impulsos nerviosos, la actividad muscular y el equilibrio hídrico de las células. También aporta calcio y magnesio y, en menor cantidad, hierro y cinc y fósforo.

La fibra de la mandarina –sobre todo pectina– ayuda a prevenir el estreñimiento, las enfermedades cardiovasculares y el cáncer de colon.

En la cocina, la podemos usar para preparar budines o muffins y también para preparar mermeladas.

 

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