En qué falló el capitalismo
Edición Impresa | 16 de Junio de 2024 | 03:40

Ruchir Sharma
Presidente de Rockefeller International
En su discurso de despedida, Ronald Reagan describió a Estados Unidos como la “ciudad brillante sobre una colina”, abierta a “cualquiera que tenga la voluntad y el corazón para llegar hasta aquí”. Yo fui uno de los que se vieron motivados a intentarlo, y hoy la dinámica combinación de académicos y emprendedores que vigorizan al líder tecnológico mundial me sigue pareciendo una maravilla. De las 100 principales compañías estadounidenses, 10 tienen ahora directores ejecutivos nacidos en mi país, India, un logro que sólo podría haberse producido en una meritocracia capitalista.
No obstante, la fe en el capitalismo estadounidense, que se basó en un gobierno limitado que deja espacio a la libertad y la iniciativa individuales, se ha desplomado. La mayoría de los estadounidenses no esperan vivir “mejor dentro de cinco años”, un mínimo histórico desde que el barómetro de confianza de Edelman formuló esta pregunta por primera vez hace más de dos décadas. Cuatro de cada cinco dudan que la vida sea mejor para la generación de sus hijos de lo que lo ha sido para la suya, también un nuevo mínimo. Según las últimas encuestas de Pew, el apoyo al capitalismo ha disminuido entre todos los estadounidenses, especialmente entre los demócratas y los jóvenes. De hecho, entre los demócratas menores de 30 años, el 58% tiene ahora una “impresión positiva” del socialismo; sólo el 29% dice lo mismo del capitalismo.
No es de extrañar, teniendo en cuenta lo que nos han contado a todos. Cuando Joe Biden ganó en 2020, los artículos de opinión de los periódicos de todo el mundo aclamaron su presidencia como una sentencia de muerte para “la era del gobierno pequeño”, que, según ellos, databa de la rebelión “neoliberal” contra el Estado del bienestar lanzada por Reagan y Margaret Thatcher. Historias recientes del capitalismo esbozan el mismo arco argumentando que esos dos líderes les pusieron fin a tres “gloriosas” décadas de posguerra para la socialdemocracia, cuando gobiernos ambiciosos trabajaron con líderes empresariales y sindicales para generar un crecimiento más rápido y distribuir los beneficios de forma más justa. En resumen, estos pensadores presentan los planes de Biden para nuevos gastos y regulaciones como un bienvenido alejamiento de un gobierno pequeño y tacaño y una solución plausible para la frustración popular con el capitalismo.
Sólo hay un problema: la era del gobierno pequeño nunca existió. El gobierno lleva casi un siglo expandiéndose en prácticamente todos los aspectos medibles, como gastador, prestatario y regulador; el único breve retroceso, bajo Bill Clinton, prueba la tendencia. En EE.UU., el gasto público se ha multiplicado por ocho desde 1930, pasando de menos del 4% al 24% del PBI, y al 36% si se incluye el gasto estatal y local. Lo que cambió durante el mandato de Reagan fue que, conforme aumentaba el gasto, la recaudación de impuestos se mantuvo estable, por lo que el gobierno empezó a pagar su propia expansión mediante préstamos. Los déficits pasaron de ser raros a ser rutinarios y, como resultado, la deuda pública se ha cuadruplicado en EE.UU. hasta superar el 120% del PBI en la actualidad.
En lugar de revertir el rumbo del gobierno, Reagan cambió la conversación, que a menudo se enfocaba en una agenda neoliberal de recortes de impuestos o déficit o regulación. Pero incluso cuando los gobiernos intentaron desregular, el resultado fue reglas más complejas y costosas, que los ricos y poderosos estaban mejor equipados para sortear. En la década de 1980, temerosos de que el creciente endeudamiento pudiera desembocar en otra depresión como la de 1930, los bancos centrales empezaron a colaborar con los gobiernos para apuntalar a grandes empresas, bancos e incluso países extranjeros, cada vez que los mercados financieros se tambaleaban.
Con justa razón, los progresistas se burlan de esta nueva versión del capitalismo calificándola de “socialismo para los más ricos”, pero los gobiernos también estaban ayudando a los pobres y a la clase media. Más que socialismo para los ricos, se trata de “riesgo socializado”, una campaña para inocular a toda una sociedad contra las recesiones económicas. Aunque sigue siendo ampliamente criticado como el país del capitalismo reaganiano, EE.UU. está desplazando a Europa como la sociedad menos tolerante con las dificultades financieras de cualquiera, hasta, e incluyendo a, los superricos.
Reagan no destrozó el estado del bienestar. Desde 1980, el gasto social ha aumentado en la mayoría de las economías desarrolladas analizadas por la OCDE, y en EE.UU. ha crecido más rápidamente que el promedio.
La idea keynesiana original era que el gobierno debería ahorrar durante las recuperaciones, de modo que pudiera gastar mucho para aliviar las recesiones. Para la década de 1960, la parte del ahorro ya estaba muerta: un demócrata, John F. Kennedy, había lanzado el primer gran estímulo para acelerar la recuperación. Pronto, el gobierno estadounidense comenzó a registrar déficits significativos en los buenos y en los malos tiempos, con un promedio del 4% del PBI en las recesiones y del 3% en las recuperaciones entre 1980 y finales de 2019. Esta época de ‘austeridad’ fiscal, tan criticada, se describe más adecuadamente como una era de estímulos constantes.
El Estado omnipresente se convirtió en una empresa mixta bipartidista del Tesoro y la Reserva Federal. Tras la crisis bursátil de 1987, la Fed, bajo el mandato de Alan Greenspan, hizo su primera promesa pública de apoyo a los mercados financieros en dificultades, y la década siguiente se sumó al proyecto de estímulo constante con los primeros recortes de tasas para acelerar -y más tarde prolongar- una recuperación. Para 2008, la Fed ya no podía bajar mucho más sus propias tasas, así que intentó reducir los costos de endeudamiento de una nueva forma: comprando bonos y otras deudas en los mercados públicos, en cantidades multimillonarias.
Poco a poco, al endeudarse, las autoridades fueron volviendo más frágil el sistema, presionándose a sí mismas para ofrecer más ayuda en cada crisis.
Atrapados en este bucle catastrofista, los gobiernos ampliaron los rescates -que eran escasos y pequeños antes de la década de 1980- hasta convertirlos en los rescates multimillonarios de 2008 y los excesos billonarios de la pandemia, cuando EE.UU. regó de asistencia como si fuera lluvia: ofertas no solicitadas de ayuda para compañías grandes y pequeñas, en dificultades o no, cientos de miles de millones en efectivo para más de la mitad del país, 170 millones de estadounidenses, desempleados o no, una buena parte de ellos a personas que ganaban más de U$S100.000 al año.
El cuento de la reducción del gobierno se basaba en palabras, no en datos. Los recortes de impuestos de alto perfil se contrarrestaron incluso bajo Reagan con subas de menor perfil, por lo que la recaudación tributaria se ha mantenido estable como proporción del PBI desde la década de 1950. Las campañas de ‘desregulación’ terminaron reescribiendo las viejas reglas con mayor extensión, pero con ‘intención desregulatoria’, creando una maraña de lagunas que favorecen a los bancos más grandes y con más abogados. Durante las tres últimas décadas, la burocracia estadounidense ha eliminado un total de sólo 20 reglas, al tiempo que añadía otras nuevas a un ritmo astronómico de unas 3.000 al año, bajo ambos partidos.
Ya en la década de 1980, un grupo cada vez más aislado de conservadores empezó a advertir de que un gobierno más grande provocaría una crisis de fusión de deudas o un aumento de la inflación, que nunca llegó. La globalización trajo más competencia, manteniendo a raya la inflación, y consolidó la convicción de que los déficits y la deuda públicos no importan.
Muchos piensan que la era del dinero fácil terminó con el reciente retorno de la inflación, porque obligó a los bancos centrales a subir las tasas de interés. Pero esta era no se definió únicamente por las tasas bajas y no comenzó sólo en 2008; abarca el conjunto de costumbres -prestar, rescatar, regular, estimular- que se han ido acumulando durante un siglo.
Tanto el nuevo gasto de Biden como los recortes fiscales de Donald Trump batieron récords de estímulo gubernamental en una recuperación.
La crisis del capitalismo no es especulativa o distante; es clara y está presente en las formas insidiosas en que un gobierno hiperactivo está ampliando los defectos clave del capitalismo moderno: crecimiento más lento, distribución menos justa.
Alrededor del principio del milenio, el impacto del dinero fácil empezó a manifestarse en el achatamiento del ciclo económico. Las recesiones fueron menos numerosas y más espaciadas, lo que a nadie molesta. Las frustraciones surgieron porque el creciente endeudamiento estaba prolongando y ralentizando las recuperaciones. La recuperación de la década de 2010 fue la más larga y débil de la historia.
Detrás de la ralentización de las recuperaciones estaba el misterio central del capitalismo moderno: un colapso en la tasa de crecimiento de la productividad, o producción por trabajador. Al inicio de la pandemia, se había reducido a más de la mitad desde la década de 1960. Y cada vez hay más pruebas que señalan como culpable a un entorno empresarial lleno de regulaciones gubernamentales y endeudamiento, en el que las megacompañías prosperan y cada vez más empresas muertas sobreviven a las crisis.
Aunque las grandes compañías del sector tecnológico acaparan toda la atención, tres de cada cuatro industrias estadounidenses se han osificado hasta convertirse en oligopolios, dominados por tres o cuatro nombres. Y lo que es peor, estos oligopolios son cada vez más a menudo de los ‘malos’, que prosperan presionando a los reguladores y terminando con sus competidores, no innovando.
El dinero fácil también engendró a los ‘zombis’, una clase de compañías que no ganan lo suficiente para cubrir ni siquiera los pagos de intereses de su deuda, y sobreviven contrayendo nuevas deudas. Son difíciles de identificar y rastrear, y las estimaciones varían, pero los zombis apenas existían fuera de Japón antes del año 2000, y ahora representan hasta una de cada cinco compañías públicas en EE.UU. Los zombis tienden a ser débiles y poco rentables, y a lastrar el rendimiento de sus rivales en el mismo sector al absorber talento y financiación.
Exprimido desde arriba por los oligopolios y desde abajo por los zombis, el nivel intermedio empresarial se ha estancado. Antes de las disrupciones de la pandemia, EE.UU. generaba nuevas compañías a poco más de la mitad del ritmo y cerraba las antiguas a sólo dos tercios del ritmo de principios de la década de 1980.
Para funcionar, el capitalismo necesita un terreno en el que los pequeños y los nuevos tengan la oportunidad de desafiar -destruir creativamente- las viejas concentraciones de riqueza y poder. Hoy en día, conforme las industrias se concentran y decaen, cada vez más ciudades y condados estadounidenses dependen de un gran empleador. Antes de 1980, los estadounidenses tenían dos veces más probabilidades de pasar de un estado a otro y un 25% más de cambiar de trabajo en el mismo sector que hoy.
La desigualdad de ingresos ha ido en aumento, pero desde el año 2000 esta tendencia ya no se explica principalmente por el ascenso de los directores ejecutivos, que ganan varias veces más que sus propios empleados. Se deriva del auge de compañías superestrella como Google, donde todos los empleados ganan más que todos sus semejantes en compañías más débiles.
No existe un umbral claro a partir del cual se considera que un Gobierno ha crecido demasiado, pero los líderes deben estar conscientes de cuál es la situación de su nación, en relación con su propio pasado y sus homólogos.
Los nostálgicos del optimismo estadounidense de la década de 1960 deberían tener en cuenta que entonces el Gobierno era más pequeño y menos misionero. Recuperar la “gloriosa” era de la socialdemocracia requeriría menos Gobierno, no más. En crisis recientes, las autoridades han prometido abiertamente pecar de hacer demasiado y demasiado rápido con el fin de para evitar otra Depresión, aunque la amenaza sea menor.
Hasta la fecha, puede decirse que el capitalismo ha ido peor en Europa, donde el Estado ha sido más rápido en rescatar y regular, y el crecimiento de la productividad y los ingresos promedio se ha ralentizado más que en EE.UU. Ahora, sin embargo, ambos lados del Atlántico podrían estar intercambiando sus lugares. Bajo el mandato de Biden, EE.UU. se ha convertido en un caso extremo, con un déficit y una deuda que están en vías de batir récords y de crecer mucho más rápidamente que los de sus homólogos.
Los dirigentes actuales siguen el statu quo, deleitándose en el mismo viejo impulso de rescatar, regular y gastar, y esperando mejores resultados. En cambio, es probable que obtengan los mismos resultados: días de bonanza para los mercados y los multimillonarios, no para la sociedad en su conjunto. La premisa del capitalismo, según la cual un gobierno limitado es condición necesaria para la libertad y las oportunidades individuales, no se ha puesto en práctica durante décadas.
Una verdadera salida exigiría moderación, encontrar un término medio. Durante las recesiones, las autoridades necesitan hacer llegar las ayudas a los desempleados y mantener el flujo de capital y crédito a través de los mercados financieros cuando éstos están congelados por el miedo. Pero la búsqueda de un crecimiento sin fin es utópica. Tienen que dejar de estimular durante las recuperaciones, y dejar a los mercados financieros lo suficientemente libres como para vacilar, en ocasiones.
Las ciencias explican la vida como un ciclo de transformación, de cenizas a cenizas; sin embargo los líderes políticos siguen escuchando a asesores que afirman saber cómo generar un crecimiento constante. Hay que contener su exceso de confianza antes de que cause más daño. El capitalismo sigue siendo la mejor esperanza para el progreso humano, pero sólo si le dan el suficiente espacio para funcionar.
Aunque cierta desregulación del sector financiero abrió nuevas oportunidades para los grandes inversores, el manantial del que brotaron sus capitales fueron los gobiernos y los bancos centrales. Incluyendo acciones y deuda, el tamaño de los mercados financieros pasó de ser ligeramente superior al de la economía mundial en 1980 a ser casi cuatro veces mayor en la actualidad. Este auge mundial alimentó la ilusión de que los mercados estaban desatados y descontrolados mientras que los gobiernos se replegaban, cuando en realidad la fuerza motriz de la ‘financiarización’ desbocada del capitalismo era el dinero fácil que fluía desde el Gobierno.
Reagan no destrozó el estado de bienestar. Desde 1980, el gasto social ha aumentado
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