La Cacería de Hierro: un extracto de la novela del platense Hugo Alconada Mon

El libro del reconocido autor sumerge al lector en una historia que remite a tiempos fundacionales de la Ciudad. Un viaje en el tiempo para explorar la labor pionera de Juan Vucetich y los inicios de la Policía Científica en Argentina

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La Plata, abril de 1899.

 

— No pregunte qué es — dijo, cuando Valentín engulló.

— No pensaba hacerlo — retrucó el muchacho, que había tenido bastante con tragarse antes su orgullo como para indagar sobre la carne alargada y blanca con gusto a pescado que mordía voraz entre dos panes— , pero sí le diré que está bueno.

Álvarez agradeció la cortesía con un movimiento de la cabeza y buscó a derecha e izquierda con fastidio.

— No sé dónde habrá quedado la última botella de vino — se disculpó— , aunque tampoco nos perdemos mucho.

Los croquis de la casa de la madre de Valentín (abajo, izquierda), del caso histórico de Necochea (izquierda arriba), de personajes y lugares tentativos en La Plata (derecha, arriba) y de la manzana donde estaba la casa de la madre de Valentín en La Plata (derecha, abajo) / IG @halconada

Por primera vez, sonrieron juntos, hermanados en la ironía y las fetas que maniobraban entre facones y rebanadas de pan.

— ¿Y Rojas? — insistió Valentín cuando el hambre cedió prioridad.

— Usted no va a aflojar, ¿no?

Valentín cantó retruco.

— Usted tampoco solía aflojar, comisario.

Álvarez cortó una lámina de queso, que ofreció al muchacho con la punta del cuchillo. Luego extrajo el cajón recolector de cenizas de la cocina, con un solo movimiento lo vació en el balde contiguo y colocó otro leño. El relato llevaría tiempo.

— La noticia nos llegó durante los primeros días de julio de 1892, si no me equivoco. El comisario de Necochea, Blanco de apellido, mandó un telegrama informándole a Nunes que había ocurrido un doble crimen en el Cuartel Tercero de la jurisdicción, pero que ya tenía al culpable en la leonera, un tal Velázquez, y tenía todo encaminado.

El platense, en el Concejo Deliberante local. El libro fue destacado de “interés municipal” / @ConcejoLaPlata

— Pero…

— ¿Hmmm?

— Que en estas historias, siempre hay un pero.

— Ah, sí — Álvarez pareció no entender el comentario— , la cosa es que un par de días después, Blanco mandó otro telegrama, diciendo que en realidad la culpable era Francisca Rojas, pero que por las dudas mantenía detenido a Velázquez hasta completar el sumario, y eso puso muy nervioso al jefe. Imagínese… ya le había informado al gobernador que el doble crimen estaba resuelto y se encontró con que tenía que desdecirse… Quedar pedaleando nunca cae bien entre los que mandan y menos aún en tiempos bravos. Recuerde que veníamos de tener elecciones presidenciales, teníamos a los candidatos radicales presos y regía el estado de sitio.

— ¿Qué pasó entonces?

— Pues que Nunes me mandó a llamar. Me dijo que tenía que salir para Necochea esa misma noche para hacer mis propias averiguaciones, pero sin desplazar a Blanco, que seguiría a cargo del sumario. Era el momento que estábamos esperando, aunque no donde esperábamos. Yo llevaba cuatro meses como inspector del Crimen, al frente de nueve hombres, copiando la comisaría que Fray Mocho había creado para los porteños cinco años antes, y creíamos que nuestro gran debut sería en La Plata… con los ánimos caldeados por la recesión y el desempleo, la ciudad era un polvorín… pero

terminó siendo en esa zona que hasta hacía nada era frontera con el indio Namuncurá.

— ¿Y?

— Y allá fui. Yo tenía mucho interés por ir, ¿sabe?, aunque me costaba despegarme de la patrona y la niña.

Valentín se preguntó dónde estarían ambas mujeres, pero se limitó a observar al comisario. Cortaba otra lámina de queso para el muchacho y volvió el rostro hacia la ventana, empapado en recuerdos y promesas pendientes. De un rancho y de un licor de los dioses.

El primer detective en la historia de la provincia de Buenos Aires, don Eduardo M. Álvarez / IG @halconada

 

***

Necochea, julio de 1892

 

Los riñones de Álvarez celebraron el cartel. «Gran Hotel de la Amistad», pregonaba en letras negras sobre fondo blanco. Recurrir al ramal ferroviario Ayacucho-Balcarce, y sumarle luego casi 100 kilómetros a bordo de una galera hasta las añejas tierras de Eustaquio Díaz Vélez lo habían dejado machucado, sucio y de mal humor. Pero el jefe Nunes exigía respuestas, rápido.

— Bienvenido, inspector. Por aquí.

Álvarez se dejó guiar en el pueblo de Necochea. El servicio de galeras le había costado 6 pesos y dos días a través de estancias y esquinas, amontonado con otros pasajeros en la caja, con el Jesús en la boca, esperando a cada instante que el vehículo se destartalara. Pero había cumplido. Lo depositó en la entrada del hotel de Santiago Torre, que lo esperaba en la entrada, mientras dos peones se encargaban de los bártulos. Torre tenía pinta de buen comer y beber.

— Lo dejo, inspector. Más tarde le explico nuestros horarios y demás detalles del hotel, pero entiendo que lo están esperando — se excusó en cuanto Álvarez cruzó la puerta de la habitación.

El inspector giró para agradecerle, pero Torre se había esfumado. «Así están las cosas, por lo visto», pensó, parado en medio del cuarto. Era decente y limpio, con una cama doble, un pequeño tocador y un escritorio de madera rústica ubicado junto a la ventana que daba a la calle.

Uno de los tantos borradores en plena edición (izquierda) y la versión final (derecha) / IG @halconada

Arrojó sobre la cama un ejemplar de hacía tres días del diario La Nación y reprimió el deseo de acostarse por unos minutos. El bamboleo de la galera lo había agotado, aunque lo peor había llegado al final, cuando cruzaron el Quequén Grande en la balsa de Gil. Con el viento virazón soplando desde el mar, comprobó por qué el río, con sus 70 metros de ancho, había servido de obstáculo natural para los malones.

Ni el bamboleo, ni las aguas, sin embargo, impidieron que preservara sus hábitos — «obsesiones», lo chuceaba Vucetich— . Había redactado una lista de tareas en su libreta y había observado dos contingencias en cuanto llegó al pueblo: los necochenses estaban al tanto de su viaje, pero el comisario Blanco no había ido a recibirlo.

— Vamos por él — se regodeó.

Guiado por las indicaciones que le dio Torre, caminó dos cuadras por la calle Ancha y llegó con las últimas luces de la tarde a la Plaza Central. Parecía más un estacionamiento de carretas, con un molino de madera a un costado y un revoltijo de humo, bosta, fritanga y cuero que le saturó la nariz. Diez minutos después, telegrafió al jefe Nunes que había llegado, tachó la primera tarea que había anotado en la libreta, debajo de la fecha — julio 5 de 1892— , y encaró la siguiente.

— Dígale a Blanco que el inspector Álvarez quiere verlo — le ordenó al vigilante apostado en la entrada del edificio que la Policía compartía con la comisión municipal y el Juzgado, a media cuadra de la Iglesia.

El libro del Museo Policial de La Plata que guarda las copias de la sentencia / IG @halconada

— ¿Álvarez es usted?

El inspector no tuvo claro qué lo enfureció más: si la estupidez de la pregunta o la cara del vigilante al plantearla. Sí supo, en cambio, que se propasó con los insultos, aunque puesto a confesiones, podría argüir que sus gritos habían logrado que el pajuerano moviera el culo. Y a partir de ese momento, toda la guarnición asimiló, con certeza irrefutable, que la Jefatura se había hecho carne entre ellos.

 

***

El rechazo fue mutuo y sin matices. De esos que crecen con el tiempo hasta conformar una bella enemistad vitalicia. De esas que pueden concluir con un cuchillazo, en una esquina oscura de un invierno cualquiera.

— Inspector.

— Blanco, ¿cómo va?

Puesto a rigorear, Álvarez le negó hasta el rango al subalterno. «A los matungos, rienda corta», reafirmó en cuanto Blanco entró en su oficina, el ceño fruncido, el cuello desa­brochado, la mirada esquiva.

Blanco se había tomado su tiempo. Uno de esos gustos que suelen darse los que juegan de local para reafirmar su cuota de poder, sea ínfima o majestuosa, ante los recién lle­gados. Pero se topó con una sorpresa. Álvarez lo esperaba arrellanado en su silla y, sin ponerse de pie, le señalaba la destinada a los visitantes, escritorio de por medio.

— Vamos a hacer esto lo más breve posible, ¿le parece? — lo espabiló Álvarez cuando Blanco todavía acomodaba la afrenta— . Usted ya envió dos telegramas al jefe Nunes informándole una cosa y luego otra, ¿no?

Blanco asintió, incendiados los ojos.

— Bien. Ambos sabemos que hay solo dos formas de resolver un crimen: encontrando al culpable o deteniendo a un pelagatos y diciendo que es el culpable, y usted se muestra abierto a ambas opciones — continuó Álvarez, que se regodeó con las reacciones de Blanco. «Al menos ahora me mirás a los ojos, sotreta», saboreó, antes de dar otro paso.

— A partir de este momento, todos los telegramas que se envíen a La Plata o lleguen de allá, pasarán primero por mis manos. Y solo yo me comunicaré con Nunes, ¿está claro?

Blanco volvió a asentir.

— Usted seguirá dando las órdenes de rutina en la comisaría y yo solo haré algunas preguntas aquí y allá sobre el doble crimen — dijo— . Ambos compartimos las ganas de que yo me vaya lo más pronto posible. Y para eso necesito que coopere. Deme el sumario, al primero de sus hombres que llegó al lugar del crimen y dos caballos. Ahora.

Sin quitarle los ojos de encima a Álvarez, Blanco giró el rostro hacia la derecha y descargó la bronca en un grito.

— ¡Rassio!

Se midieron como gallos que esperan el inicio de la riña, mientras escuchaban unos pasos acercándose a la carrera, hasta que un vigilante irrumpió en la oficina. Flaco, más bien bajo, resultaba insoslayable por su nariz, ganchuda como el pico de un loro.

Retazos del “legajo 84” de la “Oficina Central de Identificación” sobre “el crimen de Necochea” / IG @halconada

— Ordene, mi comisario.

Álvarez cerró la boca. Sabía que hasta la rigoreada tenía límites que no debía cruzar. Dejó que Blanco le explicara el nuevo mando al vigilante como más le conviniera antes de impartirle su primera orden.

— Venga conmigo.

Salieron a la noche sin luna que el viento frío de julio cortaba a navajazos. Álvarez levantó la vista y admiró las estrellas por un instante. «Ya no se ven cielos como estos en la ciudad», lamentó. Al volverse hacia el vigilante, notó que temblaba, cruzado de brazos.

 

La Cacería de Hierro
Hugo Alconada Mon

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