Al rescate de mi viejo

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Adriana Álvarez

Hoy es mi cumpleaños. Me levanto y leo las notificaciones. Todos me quieren desde el alma, me abrazan, comparten recuerdos y hasta respetan mis deseos de no festejar. Tranquilo con mi conciencia, me preparo un café y busco en mi play list a John Coltrane. Miro por el ventanal que da al jardín e intento liberar mi mente, sin éxito. Me siento como Pinocho dentro de la boca del gran cetáceo. Sé que tengo que salir. “No sólo por mí sino por Gepetto”, parodio al muñeco. Si lo salvo, me salvo. Debería ir a ver al viejo. Es día de visita en el geriátrico y podría sacarlo a dar una vuelta aprovechando este sol de otoño tardío. A él le va a gustar. Pensar que O. (mi viejo) había sido actor antes de casarse. “Mi papel favorito fue El Cid, hijo. Lo disfruté tanto, no sabés, porque me encantan los héroes. Además, como era una versión libre de un grupo vocacional, incluyeron una escena con Jimena, que representó la más linda de mis compañeras. I-nol-vi-dable”. Esto me lo contó, entre risas y carraspera, después de ser internado. Nunca antes me lo había contado. Se lo guardó tan bien el viejo. No sé si mamá lo supo. Probablemente, ella le dio cero bola. Para A., desde joven, todo había girado en torno de la casa, mis dos hermanas y yo mientras O. se ocupaba de lo que a ella no le gustaba: llevar las cuentas y manejar.

“La de mamá es una vida muy triste. Yo no podría vivir así, J.”, me confesó por chat mi hermana menor, unos años después del accidente. Le contesté con un ok e inmediatamente pensé en la vida de O. Mi viejo se había jubilado en una gestoría tras 45 años de servicio, levantándose cada día a las 4.30 para hacerse el desayuno, afeitarse y llegar a tiempo a la parada del tren de las 6 que lo llevaba hasta Campana. Regresaba a eso de las 18.00, se bañaba y se ponía a preparar la tradicional picada de salamín con queso, galleta y vino tinto. Mi mamá planchaba los guardapolvos y él se hacía un tiempo para darle un vistazo a nuestros deberes de la escuela. Así transcurrían las horas. Llegaba la cena con algún guiso o pasta mientras mirábamos el noticiero y a Olmedo. Me acuerdo de la cara de A., con gestos de insatisfacción, levantando los platos y apurándonos para ir a la cama. Los ojos de O., fijos en ella y en el mantel que a él le tocaba limpiar de migas. Nunca los vi darse un beso ni tomarse de la mano o encontrarse en una mirada.

Mamá tampoco llegó a decirme lo que había hecho antes de formar una familia. En realidad, no se lo pregunté. No fui capaz de hacer un alto para, por lo menos, mirar las fotos de alguno de sus álbumes donde encontraría, como me contó mi hermana mayor, a una A. muy distinta: feliz, con sus libros a cuestas. Mamá estudiaba Licenciatura en Química pero abandonó la carrera.

Al divorciarme, me di cuenta de que casi nada de lo que yo había hecho hasta ese momento, resultó de una elección auténtica. Imagino que algo parecido les ocurrió a O. y a A. Mi trabajo en la empresa es un emprendimiento que no voy a dejar porque todavía me permite pasarle la pensión a mi ex, para que a nuestros dos hijos no les falte nada. El saxo que toqué desde los 10 hasta los treinta, está bien guardado en su estuche, dentro del placard. Cuando vuelva del geriátrico, voy a desempolvarlo e intentaré hacerlo sonar en mi honor. Al viejo le voy a llevar alguna bebida espirituosa. Nada mejor que brindar con O. escuchando alguna versión de “Song for my father”.

 

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