Falleció Tom Stoppard, un dramaturgo histórico

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A Tom Stoppard había que escucharlo como se escucha a la gente que piensa rápido y siente despacio: con la intuición alerta, sin distraerse en el adorno. Murió ayer, a los 89 años, cerca de las costas del Canal de la Mancha, y la noticia tiene algo de cierre teatral perfecto: un telón que baja en el borde del agua, donde las corrientes no se cruzan —se chocan— igual que sus ideas sobre la escena.

Nacido en Checoslovaquia, Stoppard entendió temprano que el teatro no debía reproducir la vida: debía interrogarla.

Sus escenarios fueron laboratorios lingüísticos, gimnasios conceptuales, salas donde la lógica se estiraba como chicle y terminaba por romperse. Allí, en ese punto de fractura, habitó su genio: la convicción de que un chiste puede tener filo trágico y que la tragedia, si se la empuja demasiado, termina balbuceando su propia comicidad.

Arcadia, su obra más emblemática, condensó esa poética del choque: dos épocas que se investigan sin tocarse del todo, jardines geométricos conversando con el caos matemático, la Segunda ley de la termodinámica discutiendo con los enredos del amor. Allí el tiempo no avanza: rebota.

Su diálogo con William Shakespeare nunca fue reverencia, sino conversación sin complejos.

En 1966, cuando estrenó Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, tomó dos personajes secundarios de Hamlet y los depositó en una crisis de existencia que parecía escrita a la sombra de Samuel Beckett.

No era parodia ni homenaje: era una pregunta atravesada. ¿Qué pasa en los márgenes? ¿Quiénes somos cuando la historia principal nos usa de utilería?

También fue guionista feroz: escribió para Empire of the Sun, adaptó a los espías sentimentales en The Russia House y devolvió al teatro su pulso pop-romántico en Shakespeare in Love. En el cine como en la escena, se negó a separar inteligencia de emoción.

Decía que el pensamiento debía verse. Y lo hizo: puso a la mente bajo la luz de un escenario para demostrar que pensar también es actuar, dudar también es cuerpo, razonar también es peligro.

El telón cayó, sí, pero la obra sigue haciendo lo que él más quería: discutir, reírse de la solemnidad, volver dramáticas a las ideas y humanas a las paradojas. El teatro pierde a un dramaturgo; todos los demás ganamos a un conversador que no dejó nunca de escribirnos en la respiración del lenguaje.

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