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La pasión por los desafíos extremos reunió a tres amigos en una expedición a la cumbre mayor de América. Luis Di Francesco, Guillermo Caputi y Marcelo Accattoli enfrentaron el clima, las incomodidades y la altura, en una travesía que les dejó una huella imborrable
Marcelo accattoli, Luis di Francesco y Guillermo caputi (de izquierda a derecha), ante la inmensidad
“¡Bien! ¡Bien! Sos un gigante. Somos unos gigantes; no importa la altura que alcanzamos, importa que vamos, y vamos, e iremos siempre para adelante, intentando algo más. Te quiero mucho... ¡Sos una gran persona y un amigo del carajo!”. La arenga, extraída de uno de los mensajes que cruzaron días atrás Guillermo Caputi, Luis Di Francesco y Marcelo Accattoli, es una síntesis de las dificultades que superaron y las satisfacciones que alcanzaron estos tres vecinos locales y atletas muy bien entrenados, a la hora de escalar, en el marco de una expedición guiada, la montaña más alta de América.
Un remolino abrumador de sensaciones, de la plenitud a la agonía, del paisaje caleidoscópico de la mañana a la negra noche estrellada, de la ferocidad de los elementos al silencio y la soledad, de la camaradería a la proximidad inflamable, en la montaña todo enseña y deja huellas.
Así lo recordaron, con sus propias voces, los protagonistas: Accattoli (comerciante y empresario, 50 años), Caputi (54 años, trabajador de YPF, de Ensenada) y Di Francesco (peluquero, 55 años), quien abre las puertas del relato: “La experiencia fue increíble. Acampamos sobre un glaciar de veinte metros, rodeados de montañas, con la pared norte del Aconcagua, imponente, a nuestro alrededor. Los días son preciosos, las noches tienen colores mágicos. El cielo no es de este mundo, su nitidez parece de ficción. Luis Miguel Soriano, un fotógrafo español del grupo, decía que esas imágenes no se conseguían en ningún otro lugar. Y tenía razón. Nos llevamos en los ojos y en la memoria algo único”.
“El paisaje es impresionante”, lo complementa Caputi: “Los colores, las sombras, las formas… cada paso es una postal. Realmente sorprende. Es una experiencia muy atípica, es muy difícil explicar el contraste con la vida en el llano. Es otro mundo. Ahí uno se da cuenta de lo pequeño que es frente a semejante hermosura, a la magnificencia de la naturaleza. Me sentí muy, muy compenetrado y vulnerable, y fue algo grato”.
“Literalmente extrema, en todo sentido; así es como se siente la montaña” sentencia Caputi: “sinceramente, la recomiendo a quienes tienen un temple muy fuerte, porque el clima es hostil, el frío es terrible, a la noche cae la temperatura bajo cero y a la tarde hay un sol, que si bien uno no lo siente, puede llegar a lesionar muy severamente la piel. Llegar a los 6 mil metros no fue fácil. Me costó adaptarme, pero me siento orgulloso y feliz de haberlo logrado”.
Di Francesco advierte que “las temperaturas fueron un desafío constante. Nos despertábamos con un frío extremo, vestidos con dos, tres, varias capas de ropa. Pero cuando el sol aparecía detrás del Aconcagua o el Bonete, el calor se volvía intenso y terminábamos en una sola muda. No había sombra ni refugio del viento, y a la tarde el sol quemaba fuerte, obligándonos a usar protector solar de alto factor. Entre las 18 y las 19 de la tarde, la temperatura bajaba bruscamente de 30 a -8 grados en 40 minutos. Había que volver a abrigarse, ponerse ropa por ahí sucia, volver a la carpa y tratar de dormir sobre una colchoneta finísima, de dos o tres centímetros, sobre piedras y hielo. Lo peor era acostarse con frío, con dolor de cabeza o con la comida pesada en el estómago”.
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“El Aconcagua es la montaña más alta de América” reflexiona Accattoli: “A simple vista, su belleza es impactante: colores, paisajes, una inmensidad majestuosa. Pero también es extremadamente hostil, dura y traicionera. La hermosura se ve de inmediato, pero las dificultades aparecen con cada metro de ascenso. Día a día fuimos subiendo distintos campamentos: primero Confluencia, luego Plaza de Mulas, Plaza Canadá, Nido de Cóndores y Plaza Cólera, a casi 6 mil metros de altura. Desde ese punto se intenta la cumbre, a 6.961 metros. Pero en el trayecto, cada día, muchas personas comenzaban a sentirse mal. Hay quienes no toleran el mal de altura: dolores de cabeza, náuseas, vómitos, diarrea, descompostura general. Por suerte, yo sólo sufrí un leve dolor de cabeza”.
“Lo que hace al Aconcagua tan hostil es la variabilidad extrema del clima. Minuto a minuto, las condiciones cambian drásticamente. Experimentamos temperaturas de hasta -20 grados. Dejábamos un mate en la mesa del campamento, nos distraíamos un rato y al regresar estaba completamente congelado. Nada se salvaba del frío. Afuera de la carpa, el clima era inclemente. Nos vestíamos con pantalón térmico, calzas de abrigo, camperas de pluma, pero aún así el frío calaba los huesos.”
Luis repasa que “durante 14 días, la rutina fue la misma. Los baños comunitarios y helados, comer en cuclillas o sentado en una piedra... El esfuerzo no nos molestó, era lo buscado, pero nos vació. Y la convivencia en la carpa nos saturó. En la expedición había un alemán, un canadiense, dos españoles, dos polacos y nosotros tres. Pero la diferencia cultural se notaba. En Argentina compartimos todo: un mate, un alfajor, una charla. Ellos eran más cerrados, menos expresivos. Se llevaban bien, eran solidarios, pero faltaba ese ida y vuelta natural que tenemos los latinos. No es que cansara, pero sí se sentía la diferencia y costaba integrarse”.
“Adaptarse a ese cambio de vida es un desafío”, lo avala Marcelo, “ya que en casa tenemos agua caliente, una ducha, un baño cómodo. En la montaña convivimos con personas de distintas nacionalidades y costumbres, compartimos una comida comunitaria y utilizamos baños donde todos los desechos caen a un solo tacho. Nos hidratábamos con tres o cuatro litros de agua al día, lo que implicaba usar el baño entre siete y ocho veces por jornada. No era nada bonito y era un esfuerzo constante. Y dormir con un compañero también era un desafío. Nos levantábamos y nos mirábamos las caras, con la bolsa de dormir escarchada por dentro, como si hubiéramos estado a la intemperie. No pasamos frío, pero cada día era una prueba más. Amanecíamos con -10 grados, y aun así decíamos: “Qué lindo día”. Eran experiencias que ponían a prueba nuestra capacidad de adaptación”.
“Es que cada paso hay que pensarlo bien” puntualiza Guillermo: “Se camina en equipo, ayudando al de adelante, guiando al de atrás y asegurándose uno mismo. Es un esfuerzo físico y mental constante. El apoyo entre compañeros es clave, tanto para el cuerpo como para la cabeza. Hay muchas horas y días para pensar y analizar todo, mover las neuronas para tratar de estar un poquito mejor con el entorno. Se comparten momentos duros, porque el clima es muy hostil, pero también se genera un vínculo fuerte con el grupo, con el paisaje, y con uno mismo. Y eso realmente te lo demuestra la montaña. Lo del paisaje es maravilloso; los colores son muy versátiles, los juegos de luces y sombras muestran a cada paso una postal... Es trillada la frase pero no hay otra, es literal”.
“En lo personal, me tocó dormir solo en una carpa, porque éramos tres amigos pero las carpas son para dos” retoma la posta Luis, el peluquero platense nacido en Lezama: “No sé si fue más cómodo o más difícil, pero las noches eran duras. Con temperaturas de hasta -20, todo se congelaba: la ropa, el mate, la comida. Dejás una prenda húmeda y a los 40 minutos aparece dura. Igual con la sopa que no tomaste, el mate o el café. Un día, en el desayuno, comí jamón congelado sin darme cuenta. La comida, que era siempre ‘de olla’, de muchas calorías, casi siempre estaba fría porque entre la “cocina” y el lugar donde nos sentábamos a comer, a pocos metros de distancia, todo se enfriaba. Después de dos semanas, el desgaste físico se sentía, pero más aún el mental. La aridez del paisaje, la piedra, la incomodidad… todo iba agotando de a poco. Hubo momentos en los que sólo quería volver a casa”.
Caputi cree que “la montaña enseña a aceptar las circunstancias, en lo físico, en lo emocional y en lo mental; a valorar cada paso y a entender que, a veces, hay que recibir ayuda. Los pensamientos son continuos y fluidos, tanto que uno analiza lo que vivió y lo que está viviendo, en comparación permanente... La montaña nos enseña una filosofía de vida, el paso a paso, mirar al costado y ver con quiénes estamos; ayudar a quienes estén a nuestro alcance, y dejarnos ayudar, porque realmente hay momentos en que uno no está con la mejor y recibe ayuda. Y muchas veces viene de personas que apenas conocés”.
“La soledad se siente en ciertos momentos, sobre todo en caminatas largas o antes de dormir, cuando me he puesto a pensar en mi vida, en mi infancia y en lo que había vivido hasta ese momento” continúa el ensenadense, “porque al ir con un grupo no me solía sentir solo. En esos lapsos de soledad puedo decir que me hablé a mí mismo... y a mis afectos. La montaña es como una síntesis de la vida misma, te ubica, te golpea y te hace ver todo desde otra perspectiva”.
Di Francesco sostiene que “la montaña también pone a prueba los límites personales. Y provoca cambios. Nosotros tres tenemos muchas cosas en común, valoramos mucho a nuestra familia, a nuestros hijos, a nuestro trabajo, somos emprendedores, y entrenamos y nos esforzamos al máximo. Pero no importa cuánto entrenes, allá arriba hay factores que no podés controlar. Luchás contra las náuseas, los dolores de cabeza, el malestar. En una carrera podés dosificar el esfuerzo, pero en la montaña la naturaleza manda. Y hay que saber reconocer el momento de parar. Hemos superado muchas pruebas difíciles, pero en ésta supimos decir basta antes de sufrir o poner en riesgo la salud. No sé si la experiencia cambia la forma de ver la vida, pero sí reafirma elecciones. Quienes elegimos el deporte y la naturaleza ya hicimos un cambio en su momento. Subir el Aconcagua fue una forma de disfrutarlo y también de conocer nuestros límites. No hicimos cumbre, pero nos detuvimos antes de lastimarnos, y eso también es parte de la satisfacción. La montaña no se trata de competencia, ni con otros ni con uno mismo. Se trata de esfuerzo y de disfrutar el proceso. Estoy súper contento”.
“No hice cumbre, los malestares físicos me obligaron a parar” recapitula Guillermo: “Pero en la montaña hay que saber escuchar al cuerpo y tomar la decisión correcta. No se trata sólo de uno, sino del grupo. Cada decisión personal afecta al resto. Y en ese sentido me sentí muy acompañado. Terminé con una gran felicidad por haberlo intentado. La montaña no te cambia, uno ya está formado, pero te obliga a comparar. Te enfrenta a algo nuevo, te saca de lo cotidiano y te muestra otra escala, el plano real de lo que somos. Somos frágiles, somos fuertes, somos tozudos, porque siempre queremos dar un paso más. Estoy orgulloso de mis compañeros, de los que hicieron cumbre y de los que no. Porque más allá del resultado, lo importante fue vivirlo juntos. Esa experiencia, y esas personas, van a quedar siempre conmigo”.
“¿Si esto te genera un cambio de perspectiva?” se pregunta Accattoli: “Eso es muy personal de cada uno. Pero sí da muchísimo pero muchísimo aprendizaje. Los guías te dicen ‘che, preparate que a las 8 vamos a salir a subir acá o allá’, con diez kilos en la mochila, 17 días de carpa y de andar tirado por la montaña... Algunos compañeros no pudieron continuar. En Plaza de Mulas, a 4.500 metros, varios sintieron el impacto de la altura y abandonaron la expedición. Nosotros seguimos. Llegamos a 5.200 metros, donde los vientos se volvieron mucho más agresivos. A esa altura, el clima se torna determinante, y las expediciones se organizan según la “ventana climática”. Ahí, Luis empezó a sentirse mal y decidió bajar. Guillermo también tuvo problemas con la altura en los 6.000 metros y tomó la misma decisión. Yo continué. Me quedé un día en el campamento a 6.000 metros, alimentándome y descansando para intentar la cumbre. Físicamente, me sentía bien, pero sabía que para llegar a la cima no solo se necesita resistencia. Hacen falta un buen descanso, una alimentación adecuada, un guía que lidere correctamente y las condiciones climáticas idóneas. En mi caso, el guía no fue lo que esperaba. Desde el quinto día de expedición, no sentí que liderara el grupo de la manera que necesitábamos”.
Concluye el emprendedor: “Cuando alcancé los 6.500 metros, entendí que había hecho mi trabajo. Me sentía agotado y sabía que era el momento de volver. Como Luis o Guillermo, los tres somos Ironman, pero hay condiciones naturales personales, y a veces se puede y otras no. En un Ironman, podés dosificar energía, pero en la montaña no. La altitud y la presión en los 6.500 metros son muy fuertes. No era una cuestión de cabeza, sino de condiciones físicas. Además, en esas alturas, un rescate puede tardar entre 5 y 12 horas, lo que en temperaturas de -25 grados y viento helado es un riesgo enorme. En ese contexto, la mejor decisión fue bajar”.
El Aconcagua maravilla y desafía. Abruma y plenifica. Quizás no cambia la vida, pero sin dudas deja aprendizajes enormes. Adaptación, esfuerzo y, sobre todo, respeto por la montaña y sus desafíos. Una experiencia dura, pero imborrable.
Marcelo accattoli, Luis di Francesco y Guillermo caputi (de izquierda a derecha), ante la inmensidad
Los tres amigos, reunidos en la previa a emprender el arduo camino
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