La IA, insostenible: hace un uso extremo de recursos
Edición Impresa | 11 de Abril de 2025 | 02:06

El desarrollo de la inteligencia artificial (IA) ha revolucionado numerosos sectores de la economía global, desde la salud y la educación hasta la industria y el entretenimiento. Sin embargo, detrás del velo de innovación y promesas tecnológicas, emerge una realidad mucho menos auspiciosa: el crecimiento acelerado de esta industria está generando un impacto ambiental significativo, con costos que el planeta podría no estar en condiciones de asumir.
Según un reciente informe de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), el consumo eléctrico de los centros de datos -infraestructura clave para el funcionamiento de la IA generativa- se duplicará con creces hacia 2030, alcanzando los 945 teravatios-hora (TWh). Esta cifra equivale a algo más que todo el consumo eléctrico actual de Japón y representará cerca del 3% del consumo eléctrico global. En 2024, estos centros ya consumían 415 TWh, apenas el 1,5% del total mundial, pero con una curva de crecimiento exponencial.
La IA generativa, que requiere una enorme capacidad de procesamiento y almacenamiento para operar, se ha convertido en uno de los principales motores de esta demanda energética descontrolada. Los centros de datos no solo consumen energía a niveles colosales, sino que además están concentrados en regiones específicas del mundo, como Estados Unidos, Europa y China, lo que representa un reto extra para las redes eléctricas locales, muchas de las cuales ya operan al límite de su capacidad.
Estados Unidos, en particular, es responsable de casi la mitad del incremento previsto del consumo en los próximos años. Esta dependencia creciente de infraestructura tecnológica plantea un dilema: mientras las energías renovables y el gas natural aparecen como alternativas viables para alimentar estos centros, el carbón -que todavía suministra el 30% de su electricidad- continúa siendo una fuente persistente de emisiones.
La AIE estima que las emisiones de dióxido de carbono derivadas del consumo eléctrico de los centros de datos pasarán de las 180 millones de toneladas actuales a 300 millones en 2035. Aunque este volumen sigue siendo inferior al 1,5% del total de emisiones del sector energético, representa una carga adicional significativa en un contexto de crisis climática y objetivos globales de reducción de carbono.
Los semiconductores
Por su parte, la producción de semiconductores -componentes esenciales para los sistemas de IA- muestra una tendencia igualmente alarmante. Un informe reciente de Greenpeace advirtió que las emisiones contaminantes vinculadas a la fabricación de chips se cuadruplicaron en apenas un año.
El consumo energético asociado a esta industria pasó de 984 gigavatios-hora (GWh) a una proyección de 37.238 GWh para 2030, una cifra superior al actual consumo eléctrico de toda Irlanda.
La mayoría de estas fábricas se concentran en el este de Asia -especialmente en Taiwán, Corea del Sur y Japón-, donde la matriz energética aún depende fuertemente de combustibles fósiles. Según Greenpeace, la fabricación de chips para IA es extremadamente intensiva en términos de energía, lo que ha generado un salto en las emisiones equivalentes de dióxido de carbono de 99.200 a 453.600 toneladas en apenas un año.
El fenómeno, además, implica un uso excesivo de otros recursos críticos, como el agua, necesaria tanto para el enfriamiento de servidores como para la limpieza de semiconductores en el proceso de fabricación. En regiones afectadas por sequías o con acceso limitado al agua potable, este tipo de consumo exacerba las desigualdades y pone en jaque el desarrollo sostenible.
Frente a este panorama, las promesas de eficiencia energética y beneficios ecológicos indirectos derivados de la IA -como la optimización de procesos industriales o el monitoreo ambiental- resultan insuficientes para compensar los impactos directos. La propia AIE advierte que el efecto rebote, es decir, el uso intensivo de tecnologías eficientes que termina generando aún más demanda de energía, podría anular cualquier ganancia ambiental prevista.
En definitiva, el auge de la inteligencia artificial plantea un desafío tan tecnológico como ético: ¿puede el mundo seguir apostando ciegamente a un futuro digital sin atender los límites físicos del planeta? La innovación, por sí sola, no garantiza sostenibilidad. Y mientras los modelos de IA se perfeccionan, el costo ambiental de su existencia se acumula en una factura que, tarde o temprano, alguien tendrá que pagar.
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