Las cosas que perdimos en el barrio: adiós a la “escuela sin maestros”

El juego libre entre pares comenzó a desaparecer. Por qué recuperarlo es esencial para el desarrollo social, emocional y cognitivo

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Hubo un tiempo en que ser chico era salir a la vereda. La calle era cancha, refugio, escenario y laboratorio. Bastaba una pelota, una rama, un cartón. El barrio entero se convertía en territorio de aventuras sin límites, donde el aburrimiento también tenía su lugar y los adultos quedaban lejos. No había horarios estrictos ni pantallas ni aplicaciones que dijeran qué hacer. Esa infancia -la del juego libre, desordenado, compartido- hoy está en vías de extinción.

“Perdimos el barrio”, dijo Facundo Stazi, docente, educador y especialista en infancias. Y no habla solo de un espacio físico. Se refiere a un modo de crecer, de jugar, de vincularse. A una experiencia colectiva que se fue achicando hasta desaparecer detrás de rejas, agendas y pantallas. “Cambiamos el juego libre, espontáneo, horizontal, por actividades regladas llenas de adultos que les dicen qué hacer y cómo hacerlo”, advirtió.

ANTES Y HOY: ÉPOCAS DIFERENTES

Lo que se perdió con ese cambio fue mucho más que un rincón del mapa. Se perdió una forma de construir autonomía, creatividad y lazos sociales. Porque el juego libre no era puro entretenimiento: era una forma de ensayo vital. “Era una escuela sin maestros. Un laboratorio de la vida”, advirtió el especialista en didáctica. En esas tardes de escondida, en la organización de un partido sin árbitro, en la construcción improvisada de una casita de cartón, los chicos ensayaban empatía, negociación, cooperación. Aprendían a crear reglas, a compartir, a resolver conflictos.

“Cuando los chicos jugaban solos a lo que se les ocurría, desde trepar un árbol hasta inventar una historia, reglaban y ordenaban su propio juego imitando roles sociales y desarrollando la empatía. De esa forma practicaban habilidades sociales, aprendían a cooperar, a negociar y a compartir”, analizó el educador. Y lanza una pregunta incómoda: “¿Se acuerdan de cómo era?”

Hoy, incluso los momentos que deberían ser de descanso están cargados de estructura. “Hasta cuando viene un amiguito a casa, les armamos una agenda para que no se aburran”, dijo Stazi, reconociendo que la sobreorganización es muchas veces responsabilidad de los propios adultos. La hiperactividad cotidiana no deja espacio para la pausa, el silencio, el vacío.

La niñez pasó a estar atravesada por un cronograma que reproduce la lógica productiva del mundo adulto: rendir, ocupar el tiempo, hacer sin parar. Pero la infancia -como el juego- necesita aire. Necesita tiempo libre.

Stazi propone repensar esa estructura. “Yo quiero que los chicos vayan menos a la escuela y nosotros menos a trabajar. Quiero que entren a la escuela a las 9 de la mañana y no a las 7”, reflexionó. “Quiero una sociedad que organice sus tiempos en función de todo lo lindo que tenemos para probar y experimentar humanísticamente hablando, y que ‘lo que tenemos que hacer’ se reduzca”, agregó. Es una idea que parece utópica, pero apunta a una pregunta urgente: ¿qué infancia queremos?

Volver al barrio no es un gesto nostálgico, sino político. Es permitir que los chicos vuelvan a aburrirse, a inventar, a resolver sin intervención constante. Es aceptar que no todo tiene que estar pautado para tener valor.

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