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El pasado receso invernal y los fines de semana ofrecen la oportunidad de pensar el tiempo libre no como un espacio a llenar, sino como un derecho fundamental de los chicos. Especialistas subrayan la sobrestimulación, el juego no estructurado y los vínculos sin apuro
Llegan los fines de semana largos y una escena se repite en miles de hogares: chicos en casa, horarios más laxos, padres que buscan cómo llenar esos días que parecen eternos. Lo que sucedió en cientos de familias de la Ciudad -y de todo el país- es que frente a la pausa, se activó un mecanismo automático: salidas, talleres, pantallas, lo que sea para mantenerlos ocupados.
Pero, la pregunta es necesario: ¿y si el tiempo libre, lejos de ser un hueco a completar, fuera un derecho en sí mismo?
“El tiempo libre fue un logro humano del siglo XX”, explicó a EL DIA Facundo Stazi, profesor de Literatura, tesista en Ciencias de la Educación y magíster en Didáctica de la Lengua para la infancia.
A fuerza de reclamos y transformaciones sociales se conquistó el fin de semana y las vacaciones. “Hoy, estamos en un punto donde la sociedad pide más tiempo. A ello, se suma que la industria del ‘tiempo libre’ es cada vez más grande: hay más series, más lugares y hasta más amistades. Y en esta lógica social universal que estamos atravesando, están los chicos”, analizó.
En una época que valora la productividad, el rendimiento y la hiperactividad, el descanso parece un privilegio.
Byung Chul Han, filósofo y ensayista surcoreano, en su obra “La sociedad del cansancio” (publicado hace 15 años), visualizó al siglo XXI como una sociedad enferma donde la necesidad de rendimiento y la autoexplotación, son las enfermedades de época.
Pero lo cierto es que para la infancia, el tiempo libre es clave para el desarrollo emocional, físico y cognitivo.
Se trata de permitirles a los chicos recuperar algo que escasea durante el año: la libertad de moverse sin prisa, de imaginar sin instrucciones, de aburrirse sin culpa.
Sí, aburrirse. Esa palabra que inquieta a tantos adultos. Pero el aburrimiento no es un síntoma de falla, sino un estímulo. “Es una antesala -señala un documento especializado-. Un espacio donde pueden surgir nuevas ideas, juegos, intereses, estrategias. Bien tolerado, potencia la creatividad, el pensamiento autónomo y la gestión de la frustración”.
Pero la realidad muestra otra cosa. “Nos encontramos con chicos sobrecargados de actividades -adviertió Stazi-, en la que el tiempo libre se perdió y no hay tiempo para estar aburrido; tenemos chicos estresados, con ansiedad y agotamiento que no logran descansar mentalmente, autoregular sus emociones ni conectar realmente con intereses personales”. Agendas que empiezan a la mañana con la escuela y se extienden hasta la noche con inglés, fútbol, robótica, guitarra o teatro. Y aunque todo suene enriquecedor, el problema no está en las actividades, sino en la falta de equilibrio.
“Quiero que mis hijos hagan mil cosas -confiesa Stazi-, que exploren, que practiquen deportes, que aprendan idiomas. El problema es querer meterlo todo en la misma semana escolar”. La consecuencia es una generación de niños agotados, ansiosos, con dificultades para autorregularse y descansar.
Desde la neurobiología, los riesgos son concretos. El sistema nervioso de los chicos reacciona ante la sobrecarga activando el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal, elevando el cortisol, la hormona del estrés. Además, la falta de juego libre afecta procesos fundamentales como la sinaptogénesis, en la que se crean conexiones neuronales esenciales para el desarrollo.
En ese marco, las pantallas se convierten en un recurso inmediato para llenar el vacío. Pero si bien no son enemigas por sí mismas, su uso excesivo desplaza otras experiencias.
El desafío que enfrentan miles de platenses no es prohibir las pantallas, sino regularlas y acompañar. Ninguna aplicación reemplaza el contacto real, el juego compartido, el silencio o el aire libre.
Entonces surge una pregunta fundamental: ¿dónde quedó el juego libre? Ese que no necesita estructuras, adultos, ni dispositivos. Ese que ocurría en la vereda, en la plaza, en el patio. “Hemos perdido el barrio”, dice Stazi. “Cambiar el juego espontáneo entre pares por actividades dirigidas implica perder aprendizajes únicos: negociar, compartir, empatizar, crear”.
En el juego libre, los chicos ejercitan roles sociales, practican habilidades comunicativas, desarrollan imaginación y autonomía. No hay evaluación, ni tiempos estrictos. Solo ellos, sus reglas y su mundo. Y sin embargo, cada vez les cuesta más acceder a esa experiencia.
Incluso el tiempo en familia cambió. “¿Se acuerdan de esos domingos eternos, con primos, tíos, sobremesas sin apuro?”, pregunta Stazi. “Eso también se perdió. Tenemos muchas cosas que hacer. Pero yo quiero más fin de semana, menos escuela, menos trabajo. Quiero una sociedad que organice su tiempo en función de todo lo lindo que podemos hacer humanamente, no en función de la obligación”.
La propuesta no es eliminar actividades, sino repensarlas. Generar espacios de calma, de espera, de vacío fértil. Tal vez una charla familiar para organizar las vacaciones; una tarde sin tareas para que se aburran; un paseo sin apuro. Acompañar sin intervenir. Mirar sin dirigir.
El tiempo libre no es un tiempo muerto. Es un tiempo lleno de posibilidades. Si logramos entenderlo así, tal vez podamos devolverle a los chicos un derecho que la modernidad les arrebató: el derecho a simplemente estar.
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