Garzón y la Argentina
| 24 de Julio de 2003 | 00:00
David Rivkin y Lee Casey son dos abogados norteamericanos que trabajaron en el Departamento de Justicia de EE UU durante las administraciones de Reagan y George H. W. Bush. El que sigue es el artículo de su autoría que publicó el New York Times sobre el juez Garzón y el caso de un militar argentino.
Un luchador juez español, Baltasar Garzón, ha estado ganando elogios de los grupos defensores de derechos humanos por tratar de procesar a miembros de las juntas militares que gobernaron y aterrorizaron a Sudamérica en los años '70. En 1998, Garzón trató de extraditar a Augusto Pinochet, el ex dictador chileno; el mes pasado, él logró la custodia de un ex teniente de la Armada acusado de genocidio y terrorismo en Argentina.
Los elogios no sorprenden: las personas perseguidas que aparentemente están escapando del castigo por crímenes horribles parecen ir tocando fondo. El problema es que los esfuerzos del juez Garzón, y otros, están basados en una doctrina legal que tiene preocupantes implicancias. Esa doctrina es la de la "jurisdicción universal", bajo la cual cada Estado está facultado para procesar y castigar a los oficiales de cualquier Estado por crímenes "internacionales". Es un principio que hasta su más activo practicante internacional, Bélgica, está empezando a rechazar con gran sensatez: el partido gobernante planea enmendar una ley bajo la cual los activistas intentan procesar al presidente norteamericano George H. W. Bush, al general Tommy Franks y al primer ministro británico Tony Blair por violaciones a los derechos humanos en conexión con las guerras contra Irak, pese a que ningún involucrado es belga.
En contraste con los mencionados en los casos belgas, el individuo a quien el juez Garzón ha mandado a prisión, Ricardo Miguel Cavallo, indudablemente merece el procesamiento. Cavallo está acusado de secuestrar, torturar y asesinar a cientos de personas durante la llamada "guerra sucia" en Argentina desde 1976 a 1983. Según las leyes de amnistía de Argentina, sin embargo, Cavallo no puede ser castigado; él fue extraditado a España no por Argentina sino por México, donde estaba viviendo. El juez Garzón esencialmente está ignorando la historia y los deseos propios de Argentina.
La jurisdicción universal tiene un lugar propio en la legislación internacional. Comenzó como un mecanismo para combatir la piratería y el comercio de esclavos, delitos que tenían lugar en altamar, más allá de los confines de cada Estado individual. En años más recientes, sin embargo, ha sido defendido universalmente para un creciente número de delitos contra los derechos humanos, aún cuando existe poca práctica (en la forma de los procesos actuales que son aceptados como legales por las partes demandadas de cada país) para apoyar estos reclamos. Sin un organismo de práctica consistente y aceptado, la jurisdicción universal se queda en una mera aspiración académica más que en un hecho establecido, y esto merecidamente.
Si la ley internacional realmente permitiera a cada Estado procesar a los líderes de otros Estados, basándose en su propia interpretación de la mencionada ley, se impulsaría una nueva clase de guerra, una pelea en las cortes alrededor del planeta. Sin embargo, las cortes son instrumentos pobres de política internacional, y como resultado de esto se harían imposibles las relaciones internacionales normales. Por ejemplo, el secretario de Defensa de EE UU Donald Rumsfeld dijo recientemente con respecto a los reclamos presentados contra funcionarios norteamericanos en Bélgica, que si los citados funcionarios no pueden viajar a Bruselas sin el temor a una persecución con motivos políticos, entonces Estados Unidos tendría su negocio (esto es, la sede de la OTAN) en cualquier otro sitio.
Además, cuando se compara con las ejecuciones criminales en los sistemas nacionales de legislación, los procesos internacionales son siempre de segunda clase. Esto se debe a que todos los procesos se proponen lograr al menos dos objetivos. El primero es castigar al culpable. El segundo es promover socialmente resultados deseables en materia de disuasión y sobre todo el respeto por la autoridad de la ley. En instancias donde los casos desaparecen de los traumas nacionales, como en la guerra civil o en la represión, la tranquilidad de los ciudadanos, la reconciliación política y una clase de catarsis nacional también son elementos fundamentales.
Los procesos internacionales pueden lograr el primer objetivo, castigando al culpable, pero están extraordinariamente mal equipados para conseguir el segundo (un defecto compartido por la Corte Penal Internacional). La reconciliación y el respeto por la ley pueden ser enseñados, pero no pueden ser fijados. Este es especialmente el caso cuando los procesos "internacionales" son abordados por sistemas judiciales extranjeros, con poca o ninguna conexión con los perpetradores, víctimas o delitos, bajo la rúbrica de la jurisdicción universal. Esta clase de procedimientos es invariablemente desacoplada desde el contexto económico, social y político del país afectado, y quizás se basaría en lo político o en la agenda de política exterior del Estado que busca el procesamiento. Por todas estas razones, los procesos nacionales deberían hacer primar el método primario de hacer justicia. Donde dichos procesos han fracasado, el foco debería ser la reforma del sistema nacional quitándolos del mismo.
En el caso de Cavallo, Argentina no fracasó. Antes bien, hizo la elección difícil y desagradable de dar inmunidad a varias de las personas que habían aterrorizado al país durante el régimen militar. A cambio, Argentina hizo un regreso pacífico al gobierno civil y a la democracia, y evitó nuevos golpes militares.
Si no hay derecho ni espacio del poder judicial español a denegar la validez de las leyes argentinas, menos todavía hay derecho de Gran Bretaña para corregir deficiencias percibidas en el sistema judicial norteamericano. Argentina ya no es más una colonia. Ha cambiado. Quizás cambió mal. Quizás pagó muy alto el precio por la democracia (en realidad, el nuevo presidente argentino, Néstor Kirchner, pretende destronar estas leyes de amnistía). Eso, sin embargo, es para que Argentina, y no el juez Garzón ni nadie más lo decida.
Un luchador juez español, Baltasar Garzón, ha estado ganando elogios de los grupos defensores de derechos humanos por tratar de procesar a miembros de las juntas militares que gobernaron y aterrorizaron a Sudamérica en los años '70. En 1998, Garzón trató de extraditar a Augusto Pinochet, el ex dictador chileno; el mes pasado, él logró la custodia de un ex teniente de la Armada acusado de genocidio y terrorismo en Argentina.
Los elogios no sorprenden: las personas perseguidas que aparentemente están escapando del castigo por crímenes horribles parecen ir tocando fondo. El problema es que los esfuerzos del juez Garzón, y otros, están basados en una doctrina legal que tiene preocupantes implicancias. Esa doctrina es la de la "jurisdicción universal", bajo la cual cada Estado está facultado para procesar y castigar a los oficiales de cualquier Estado por crímenes "internacionales". Es un principio que hasta su más activo practicante internacional, Bélgica, está empezando a rechazar con gran sensatez: el partido gobernante planea enmendar una ley bajo la cual los activistas intentan procesar al presidente norteamericano George H. W. Bush, al general Tommy Franks y al primer ministro británico Tony Blair por violaciones a los derechos humanos en conexión con las guerras contra Irak, pese a que ningún involucrado es belga.
En contraste con los mencionados en los casos belgas, el individuo a quien el juez Garzón ha mandado a prisión, Ricardo Miguel Cavallo, indudablemente merece el procesamiento. Cavallo está acusado de secuestrar, torturar y asesinar a cientos de personas durante la llamada "guerra sucia" en Argentina desde 1976 a 1983. Según las leyes de amnistía de Argentina, sin embargo, Cavallo no puede ser castigado; él fue extraditado a España no por Argentina sino por México, donde estaba viviendo. El juez Garzón esencialmente está ignorando la historia y los deseos propios de Argentina.
La jurisdicción universal tiene un lugar propio en la legislación internacional. Comenzó como un mecanismo para combatir la piratería y el comercio de esclavos, delitos que tenían lugar en altamar, más allá de los confines de cada Estado individual. En años más recientes, sin embargo, ha sido defendido universalmente para un creciente número de delitos contra los derechos humanos, aún cuando existe poca práctica (en la forma de los procesos actuales que son aceptados como legales por las partes demandadas de cada país) para apoyar estos reclamos. Sin un organismo de práctica consistente y aceptado, la jurisdicción universal se queda en una mera aspiración académica más que en un hecho establecido, y esto merecidamente.
Si la ley internacional realmente permitiera a cada Estado procesar a los líderes de otros Estados, basándose en su propia interpretación de la mencionada ley, se impulsaría una nueva clase de guerra, una pelea en las cortes alrededor del planeta. Sin embargo, las cortes son instrumentos pobres de política internacional, y como resultado de esto se harían imposibles las relaciones internacionales normales. Por ejemplo, el secretario de Defensa de EE UU Donald Rumsfeld dijo recientemente con respecto a los reclamos presentados contra funcionarios norteamericanos en Bélgica, que si los citados funcionarios no pueden viajar a Bruselas sin el temor a una persecución con motivos políticos, entonces Estados Unidos tendría su negocio (esto es, la sede de la OTAN) en cualquier otro sitio.
Además, cuando se compara con las ejecuciones criminales en los sistemas nacionales de legislación, los procesos internacionales son siempre de segunda clase. Esto se debe a que todos los procesos se proponen lograr al menos dos objetivos. El primero es castigar al culpable. El segundo es promover socialmente resultados deseables en materia de disuasión y sobre todo el respeto por la autoridad de la ley. En instancias donde los casos desaparecen de los traumas nacionales, como en la guerra civil o en la represión, la tranquilidad de los ciudadanos, la reconciliación política y una clase de catarsis nacional también son elementos fundamentales.
Los procesos internacionales pueden lograr el primer objetivo, castigando al culpable, pero están extraordinariamente mal equipados para conseguir el segundo (un defecto compartido por la Corte Penal Internacional). La reconciliación y el respeto por la ley pueden ser enseñados, pero no pueden ser fijados. Este es especialmente el caso cuando los procesos "internacionales" son abordados por sistemas judiciales extranjeros, con poca o ninguna conexión con los perpetradores, víctimas o delitos, bajo la rúbrica de la jurisdicción universal. Esta clase de procedimientos es invariablemente desacoplada desde el contexto económico, social y político del país afectado, y quizás se basaría en lo político o en la agenda de política exterior del Estado que busca el procesamiento. Por todas estas razones, los procesos nacionales deberían hacer primar el método primario de hacer justicia. Donde dichos procesos han fracasado, el foco debería ser la reforma del sistema nacional quitándolos del mismo.
En el caso de Cavallo, Argentina no fracasó. Antes bien, hizo la elección difícil y desagradable de dar inmunidad a varias de las personas que habían aterrorizado al país durante el régimen militar. A cambio, Argentina hizo un regreso pacífico al gobierno civil y a la democracia, y evitó nuevos golpes militares.
Si no hay derecho ni espacio del poder judicial español a denegar la validez de las leyes argentinas, menos todavía hay derecho de Gran Bretaña para corregir deficiencias percibidas en el sistema judicial norteamericano. Argentina ya no es más una colonia. Ha cambiado. Quizás cambió mal. Quizás pagó muy alto el precio por la democracia (en realidad, el nuevo presidente argentino, Néstor Kirchner, pretende destronar estas leyes de amnistía). Eso, sin embargo, es para que Argentina, y no el juez Garzón ni nadie más lo decida.
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