Verónico, aquel pibe que soñaba con ver el mar

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Jueves 16 de noviembre, casi tocando la medianoche. La febril actividad de la Redacción ya casi ha llegado a su fin. La noticia impacta cuando la edición está a punto de ser cerrada. “Hay un submarino perdido”, fue la primera y escueta información.

Los partes, que se fueron sucediendo a cuenta gotas, hablaban del ARA San Juan, con 44 tripulantes a bordo, con el que se perdió contacto desde las 7 y media de la mañana del miércoles anterior, cuando hizo su último contacto con la base.

Había partido del puerto de Ushuaia y se dirigía a su apostadero natural, en la base naval de Mar del Plata.

Primero fue la angustia. Luego la esperanza puesta al plazo fijo de los siete días para los que, teóricamente, tenían oxígeno bajo el agua.

Corrió el tiempo, impasible y traicionero. Sordo a tanto ruego. Ciego a tanto llanto.

Y lo que primero fue un “ruido” detectado en las profundidades del Atlántico, de la noche a la mañana se transformó en explosión.

Ya no quedaron esperanzas. Sólo hay millones de “¿Por qué?”, aun sin respuestas.

Hoy, cuando la tragedia golpea allí donde más duele, en las heladas aguas patagónicas toda la tecnología de la que el hombre se supo proveer trabaja para recuperar algo de los 44 sueños sepultados por el agua. Pero todavía no lo encuentran.

Campanas de rescate, minisubmarinos, artilugios robóticos capaces de descender hasta 6.000 metros de profundidad navegan, o se aprestan a hacerlo hasta el supuesto sitio en el que el San Juan se fue a pique. Van, si se quiere, rumbo a lo desconocido. Increíblemente el hombre, conoce más de los secretos de la luna que de las profundidades del mar.

Afloraron, ahora, las historias, esas pequeñas e insignificantes historias que se agigantan.

El comandante de la nave, Pedro Martín Fernández, que la había prometido a su madre que ese iba a ser su último viaje en submarino. La teniente de Navío, Eliana Krawcsyk, que a fuerza de tesón y empuje, se había transformado en la primer mujer submarinista del país. Los sueños de un puñado de jujeños criados allá entre las montañas y los valles de la puna y que, tal vez como aquel Verónico, el pibe de la película “La deuda interna”, encontraron en la Armada el sitio para conocer la lejana e insondable inmensidad del mar.

La deuda interna, aquella de la ficción, hoy sigue vigente y lo estará hasta el día en el que encuentren a los tripulantes del navío.

Después, sólo después, llegará el tiempo de hacerles justicia y de develar los motivos que los llevaron a cruzarse con la tragedia.

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