Muertes jóvenes y culpas viejas

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Alejandro Castañeda
afcastab@gmail.com

La culpa, la venganza y la justicia se entreveran en este buenísimo film. Es de Martin McDonagh, un autor que en “Escondidos en Brujas” y “Siete Psicópatas” nos había presentado personajes patéticos que desde la desesperación iban dándole rumbo a su destino. Mildred se llama esta madre que alquila los carteles del camino para reclamarle a la policía que investigue el asesinato de su hija. Su furia va más allá del ansia justiciera. Su conciencia le pide explicaciones. Y siente que no le queda otra que desafiar todos los límites para que su lucha sea una forma de sostenerse y consolarse. Todos los personajes aprenden a escuchar y a cambiar. Es un film potente que va de la comedia negra al thriller. Es moralmente ambiguo, pero el realizador ha dicho que eso es lo que buscaba. Porque no hay mensajes unívocos en medio de una realidad tan cambiante y violenta. La venganza se abre paso ante la falta de respuesta de una justicia ausente y una policía –según la madre- que se dedica más a apalear negros que a descubrir asesinos. Los carteles despiertan la solidaridad pero también la violencia. No hay seres edificantes. Todos deben algo. En ese ambiente, hacer justicia por mano propia es una tentación, aunque al final el poli y la madre parecen entender a esa muchacha que les recita que “que la ira engendra más ira”. Milred es una madre implacable con un solo propósito. Y escucha solo a su conciencia vengadora. Echa al cura de su casa, no atiende a lo que su ex y su hijo le insinúan y ni siquiera se permite la piedad ante el comisario enfermo. Solo el fuego viene a pasar en limpio las cosas. El fuego que quema los carteles y obliga a repensar la lucha; el fuego, que avanza sobre la comisaría pidiendo explicaciones, y el fuego que acabará cambiando el alma de ese policía que en el sufrimiento se irá humanizando. Una gran película que atrapa, duele y que invita a pensar sobre los preconceptos morales que se agitan ante el crimen y el castigo.

LA CULPA

En “La rueda de la maravilla”, de Woody Allen, no están sus réplicas punzantes. Su humor ha dado paso a un registro menos irónico y más lineal. Hasta los personajes más chocantes (aquí el jefe del hogar) fueron suavizados para darles más humanidad. Hace tiempo que Woody no se hace preguntas incómodas. Esta nueva propuesta, muy lineal, muy básica, muy austera en su formulación dramática, aporta la infaltable cuota de desengaño de algunas de sus últimas entregas. Es un filme ligero, llevadero, que no pierde tiempo en digresiones, que deja que el narrador presente los sucesos y sus criaturas, todos seres simples. Hay también aquí otra muchacha asesinada, pero no hay culpas. Cuando el guardavidas se lo reprocha a su amante y le pregunta si se permitirá oír a su conciencia por ese crimen, ella dice “no me vengas con dramones”. Los personajes de Woody hace tiempo que han aprendido a olvidar. La culpa ha dicho remuerde nada más que un corto lapso, después todo vuelve a la normalidad. Su discurso, tiene más de descreimiento que de cinismo. Y el final de la historia es demoledor: el jefe de la casa decide salir a pescar, ella vuelve a la cantina y el guardavidas a su casilla. Todo gira para llegar al comienzo, como esa calesita y esa Rueda de la Maravilla que enseñan a no mirar atrás y a esperar que haya otra vuelta.

 

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