Una Constitución rica en un país pobre
Edición Impresa | 15 de Marzo de 2018 | 03:26

Sergio R. Palacios (*)
sergio.r.palacios@gmail.com
¿Cuánto tardamos en tener ideas para gastar dinero? Comprar un vestido, zapatos, hacer un viaje, un nuevo aparato de TV, etc. En microsegundos enumeraríamos varias alternativas. ¿Cuánto tardamos en resolver como haremos para tener el dinero que nos permita comprar aquello que a velocidad de la luz se nos ocurrió comprar? Qué problema encontrar la respuesta, no? Así es; pedir, reclamar desear, elegir que comprar o que derechos queremos mejorar es muy fácil y rápido. Pero tener el dinero o resolver como lo obtendremos para hacer realidad esos derechos es difícil.
Desde tiempos inmemoriales sabemos que al decidir en qué gastaremos, previo debemos saber cuánto dinero disponemos. O asegurarnos la forma de acceder a los recursos si no contamos (con un crédito, o más horas de trabajo, por ejemplo). Esto atañe tanto a las familias como al país.
¿Cómo era el país y sociedad de 1853 al tiempo de sancionarse la Constitución Nacional? La Argentina estaba despoblada y con necesidad de ocupar su territorio. Había un notable excedente de tierras, que como factor productivo lo era todo: lugar donde vivir, para trabajar y lograr los medios de vida propia y del grupo familiar. Lejos estábamos de los modelos de necesidades y consumos de la sociedad industrial.
Para poblar nuestro territorio, la Constitución y las políticas que se implementaron desde fines del siglo XIX fijaron los más amplios criterios jurídicos para asegurar la inmigración. Mi abuelo, Celedonio Palacios fue el fruto de esa visión de país. La centralidad de esta política provocó que, junto a EE UU, fuésemos quienes contamos con el mayor movimiento inmigratorio de la historia.
Pero un país se hace con derechos pensados paralelamente a la forma que pueda garantizarlos. Por eso la CN -como todas- previó un sistema rentístico (Alberdi) para asegurar los recursos que la Nación -y las provincias- deberían obtener cada año para que esa Constitución y los derechos que otorgaba pudieran cumplirse. ¿Cómo podríamos asegurar un sistema de instrucción pública sin los recursos para financiarlos? Y, así deberíamos pensar cada derecho que la Carta Magna consagra.
Entonces, cuando nacimos como Nación organizada pensamos en derechos igualitarios y sin distinción para nacionales y lo que ahora todos llaman genéricamente “extranjeros”. La Constitución nace al igual que el modelo de país, sostenido en la idea de poblar (también Alberdi) mediante la inmigración. Y, para que ésta exista debe haber emigración de otro país. Se siguió utilizando la palabra “extranjero” porque la Constitución Nacional no exigía renunciar a la nacionalidad para poder establecerse y residir en nuestro territorio. Mi abuelo, nació español y murió español pese a haber vivido unos 70 años en nuestro país. Pero, al igual que cientos de miles ayer y hoy millones, vinieron a la Argentina para ser parte de ella como proyecto de vida. Estos desde 1853 gozaron de todos los derechos consagrados por la Constitución Nacional.
¿Es este el debate arduo y conflictivo de hoy? Creo que no. Y como muchos, se desvirtuó.
Tres cuestiones sobre las que debemos reflexionar: La Argentina de 1853 hasta 1945 tenía destino de potencia que nunca se consolidó, y paulatinamente, se fue deteriorando. Desde los 70 la caída no tuvo freno. Ya no alcanza un buen pedazo de tierra para trabajar y consolidar un proyecto de vida. Por eso, todo lo que no producimos para satisfacer nuestras demandas “invocando los derechos constitucionales” los compensamos desde algo más de 50 años de dos modos: endeudamiento (interno y externo) e inflación.
Como los derechos constitucionales son para todos, bastaría pasar las fronteras para poder invocar todas las letras del texto supremo, sin la mínima voluntad de residir en el país en forma permanente o temporaria. Hoy quien no es ni quiere ser inmigrante (ya que no emigra de su país) entra a nuestro territorio, consume los servicios al margen del sistema rentístico previsto por la Constitución, y vuelve a casa en su propio país. Circunstancias totalmente ajenas a la historia de la Constitución y la voluntad de los constituyentes al imaginar un país abierto a la inmigración sin discriminar por raza o religión. El uso y abuso de los sistemas de salud en debate ocurren invocando algo que la Constitución Nacional por historia y espíritu jamás contemplaron.
La Constitución es una integridad y como todo texto jurídico debe interpretarse de acuerdo a su inteligencia. No hay partes de una Constitución. Hay un texto que se debe entender como un todo para luego entender sus partes. Ese todo garantiza determinados derechos que el Estado presta con los recursos que el sistema rentístico fijó. Pero como sociedad insistimos de amputar la parte que se refiere a los recursos para abrazarnos solo a la promesa de derechos. Este problema va más allá del debate coyuntural de hoy día. Lo entiendo como un accionar que se fue consolidando por la frustración de no ser en realidad el país que si existe en nuestro imaginario colectivo: la Argentina rica.
Pese a caminar entre pobreza y marginalidad, seguimos “demandando” sin crear riqueza suficiente, al mismo tiempo que rechazamos la idea de endeudarnos y criticamos la inflación. En nuestro inconsciente confiamos que todo lo que gastamos terminará en el célebre “pague dios”.
No es justo que nosotros estemos perdidos debatiéndonos entre nuestra fantasía de país rico y el cachetazo de la realidad por la falta de recursos. Mientras, los líderes de otros países financian sus relatos progresistas/revolucionarios y las necesidades de sus nacionales con el presupuesto argentino.
(*) Abogado
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