El fin de cómodas certezas y el inicio de incómodas realidades

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Fernando Prieto Arellano

Analista de la Agencia EFE

MADRID

El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y en su colapso arrastró todo un sistema, el comunista, que había regido con puño de hierro la mitad oriental de Europa desde el final de la II Guerra Mundial y que había dado lugar a un orden mundial bipolar.

Ese paradigma de las relaciones internacionales presentaba unas formas y unos contornos claros. Era, usando la dialéctica marxista, la plasmación perfecta de la tesis del materialismo histórico: una confrontación de fuerzas, de modelos y de sistemas.

Como fichas de dominó fueron cayendo los regímenes comunistas de la RDA, Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Bulgaria y Rumanía. Este último tras una revolución que concluyó con un juicio-farsa al dictador Nicolae Ceaucescu y su esposa, Elena, quienes fueron fusilados el día de Navidad de 1989.

En esas circunstancias la URSS ya estaba condenada prácticamente a la desaparición o a reinventarse, algo que intentó Mijail Gorbachov, con sus políticas de “glasnost” y “perestroika”.

Hasta 1991, “se vivía en un mundo peligroso con la espada de Damocles de un enfrentamiento nuclear. Era un mundo peligroso, pero previsible. Ahora, en cambio, vivimos en un mundo mucho más volátil”, afirma el coronel retirado Pedro Baños, experto en seguridad y geopolítica.

En 1992, el politólogo estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama escribe una obra “El fin de la historia y el último hombre”, en la que defiende que la historia, entendida como la confrontación hegeliana de contrarios y de modelos económicos y políticos opuestos, ha terminado con la desaparición de la Unión Soviética y del comunismo como sistema de referencia.

Ahora, sostenía Fukuyama en su libro, el mundo se va a regir por el liberalismo capitalista, el único sistema que ha sobrevivido a esta lucha, de la que además ha salido plenamente reforzado. La historia, venía a decir, tal y como la conocíamos en términos dialécticos, había concluido.

Sin embargo, la misma historia desmintió al politólogo estadounidense, cuyas tesis eran tan interesantes como endebles.

EL NUEVO PARADIGMA

Estados Unidos, en particular, y Occidente, en general, no vieron (o no previeron) que el mundo poscomunista tenía que ser distinto, y que, desaparecida la ideología que había servido de excusa y argumento para desarrollar al máximo su contraria, era absolutamente necesario poner en marcha planes alternativos que sirvieran para afianzar la democracia liberal y el capitalismo en los antiguos países comunistas, que, en ningún caso, debían ser ya enemigos, sino socios y aliados.

En otras palabras, si se quería pasar de un mundo bipolar a otro unipolar y hegemónico; a un orden literalmente “imperial”, era necesario moverse rápido, con criterios claros y estrategias concretas, algo que Washington no atinó a realizar, o, al menos, no con la eficiencia que habría cabido esperar, como sí hizo al término de la II Guerra Mundial con el “Plan Marshall” y la tarea de descontaminación del nazismo y el fascismo que llevó a cabo en Alemania, Italia y Japón.

Como dice Baños: “Estados Unidos se durmió en los laureles y, con la llegada al poder de Vladimir Putin en 2000, Rusia se ha convertido en un contrincante muy serio”.

Para Baños, está muy claro que la emergencia de Rusia en el nuevo orden internacional es tan poderosa como contundente y se basa, sobre todo, en la fría sagacidad de Putin, unida a la titubeante política de Occidente para contrarrestarlo en escenarios como, por ejemplo, Siria, donde Moscú “ha ganado o está ganando la guerra”.

Y es que quizá tenía razón el periodista polaco Adam Michnik cuando afirmaba que “lo peor del comunismo es lo que viene después”.

 

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