La insoportable levedad de Twitter

Edición Impresa

R. Claudio Gómez

rclaudiogomez@gmail.com

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, tiene por costumbre comunicar su política a través de Twiter. No le importa que solo un quince por ciento de sus seguidores en esa red social sean potenciales votantes en su país. Su mensaje de poder incluye otras urgencias y otras latitudes, a las que llega con un click. Así, una palmada en el hombro o una amenaza alcanzan la misma fuerza de temperamento que en el cara a cara. Acaso esa sea la verdadera misión de la era digital: condicionar al usuario al instante cuando es debidamente necesario.

Los periodistas conocen la estrategia, entonces asumen a las redes sociales como una fuente informativa. Solo basta confirmar que el Twiter es de quien dice ser para amplificar su resonancia.

Por esta vía es fácil amplificar diferencias. Un seudónimo creativo puede causar la misma catástrofe sensorial que una amenaza de bomba. Y si la amenaza es falsa, mayor el grado de indignación del usuario. Es que no hay bomba ni hay escándalo.

A días de que asuma el nuevo gobierno argentino, poco y nada conoce la sociedad de lo que el viento se llevó y de lo que traerá. El presidente actual, con las valijas hechas, dio un mensaje de conclusión, cuya parcialidad, como en una serie, se empezó a conocer por, claro, Twiter. El presidente que llega parece ofuscado con el periodismo y otras cuestiones y, también, hace conocer su ánimo y humor con el mismo artificio.

Esa, sin embargo, parece más una manera de ocultarse que de dar la cara. Los medios, dicen, tienen la culpa de que sus voces se escuchen mal. Tienen la manía de descontextualizar aun lo que las audiencias atestiguan haber visto en vivo y en directo. Es la magia de la televisión.

Y allí se produce un embrollo de dimensiones exasperantes, producto de la proliferación de aliados y adversarios que disputan lo fáctico y lo contra fáctico sin ningún respeto ortográfico. Es que cuando uno está ofendido poco importa que alguien valla o vaya. Al final, todos se van. Es que a los políticos, en general, no los une el amor, sino el espanto.

La intersección de la nueva cultura digital y valores anacrónicos parió este engendro comunicacional en el que poco importa qué es lo que alguien dice. Más relevante es lo que los demás dicen de lo que se dijo. De esta forma, nadie sabe bien qué es lo que se dijo.

Dado que las promesas se hacen con palabras y en vistas de que no existe mayor probidad en los compromisos que los que se hacen a los ojos, frente a frente, el vehículo Twiter funciona fenomenal para prometer cualquier cosa.

La vida de un país, depende de la claridad de sus objetivos institucionales. Quienes encarnan la responsabilidad de llevar adelante esos propósitos deben sentirse cumplidos si lo logran y, de lo contrario, fracasados. Es que ese fue el compromiso para el que se propusieron y, luego, asumieron. La sociedad debe acostumbrarse a prescindir del aplauso digital o de la denostación instantánea. Debe pensar.

Y es cierto que para pensar se requieren más de cuatro letras.

 

 

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