Prisioneros de los mercados
Edición Impresa | 5 de Mayo de 2019 | 08:49

Por SERGIO SINAY (*)
Hubo una época, quizás no tan lejana como parece, en que “mercado” era la palabra que designaba el lugar en el que comprábamos los alimentos, en el que los productores ofrecían sus mercaderías, en el que el trato cotidiano daba lugar a relaciones de amistad entre clientes y vendedores. En eras aún más remotas las ciudades crecían en torno de esos mercados, suerte de ágoras en las que circulaban las noticias acerca de la vida de la comunidad, y en la que se discutían los temas que afectaban a todos. Aunque la palabra mercado se origina en el verbo latino “mercari”, que significa comprar, y en el vocablo “merx”, mercancía, su significado solía ir más allá, designando un centro neurálgico en la actividad social humana. En aquellos mercados originales había, además de la compraventa de productos, una intensa interacción. Las personas se veían las caras, se sabía quién vendía y quién compraba, qué se vendía y qué se compraba. Y se creaban vínculos perdurables. Ir al mercado era parte de un ritual diario que, como todos los rituales cargados de contenido, certificaba la continuidad de la vida.
ENTIDADES OSCURAS
Cuando hoy leemos o escuchamos la palabra mercado, o mercados, nos corre frío por la espalda, se nos eriza la piel, nos abraza el temor. Mercado es ahora el nombre de una entidad abstracta, sin rostro, sin responsables que la avalen, capaz de determinar, por caminos sinuosos y a menudo oscuros, el curso y destino de nuestros trabajos, de nuestros proyectos, de nuestro futuro y el de nuestros hijos y seres queridos. El futuro de un país, de una sociedad. Los mercados, leemos y escuchamos a cada momento, aprueban o desaprueban decisiones que nos afectan a todos. Los gobiernos se postran ante ellos de manera sumisa y obediente. Y no tienen localización geográfica real, su existencia es mayormente digital. Son capaces de mudar en un segundo miles de millones de dólares físicamente inexistentes desde una punta a la otra del planeta mediante la simple utilización de una pantalla y un teclado. Tienen nombres de fantasía, se disfrazan como bancos o fondos de inversión, y sus huellas son volátiles, desaparecen en un instante y jamás rinden cuentas por las devastaciones que producen. Muchas veces se los llama buitres, aunque sea injusto para estas aves de rapiña, que comen carne, roedores y otros animales pequeños y que, pese a su fama sombría, cumplen ciertas funciones ecológicas. Todo lo contrario de los mercados, que son más bien contaminantes y depredadores.
Los mercados son, ellos mismos, el último producto del capitalismo financiero, la fase final y tardía de un sistema económico y social que nació al calor de la Revolución Industrial, en la segunda mitad del siglo dieciocho, y se afianzó y extendió mundialmente en el diecinueve. Ese sistema derivó del pasaje de una economía basada en la agricultura y la artesanía a otra sostenida por la industria, robustecida por la aparición del vapor, la electricidad y los combustibles fósiles. Aquel capitalismo productivo asomó con la promesa de mejorar la vida de todos, generando oportunidades, nuevos horizontes laborales, la posibilidad de la capitalización individual, liberación del feudalismo y libertad. Su desarrollo fue paralelo al de la democracia liberal y al del sistema republicano. Adam Smith, John Stuart Mill, Jeremy Bentham fueron algunos de los grandes y sólidos pensadores que pusieron las bases ideológicas del modelo. Karl Marx su primer gran crítico. El célebre sociólogo alemán Max Weber el primer y más profundo estudioso de ese fenómeno que transformaría la historia de la humanidad. Probablemente ninguno de los padres fundadores de aquel capitalismo productivo reconocería como propios ni como hijos a los mercaderes del capitalismo financiero contemporáneo, en el que la especulación remplazó a la producción y en el que ya poco importa aquella prometida felicidad para todos, remplazada por la urgencia voraz, y a menudo inescrupulosa, de engrosar la rentabilidad a cualquier precio, especialmente al precio del sufrimiento de enormes conglomerados humanos.
Zygmunt Bauman (1925-2017), sociólogo polaco y uno de los grandes pensadores contemporáneos, llama “adiaforización” (del griego “adiáfora”, indiferencia) a ese desinterés inmoral por todo lo que no sea rentable para los mercados. Estos ponen y sacan capitales en un abrir y cerrar de ojos en países o en sectores económicos según las ganancias a obtener. Las inversiones de los fondos (grupos de inversionistas anónimos que dejan la gestión de su dinero en manos de quienes buscarán negocios rápidos, estilo “toco, gano y me voy”, sin importar las secuelas) buscan velocidad en la renta. Esto significa ahorrar costos, imprimir circulación cada vez más rápida al capital y a la cosecha de dividendos (como explica el sociólogo alemán Hartmut Rosa en “Alienación y aceleración”) y partir en busca de nuevas oportunidades para repetir el circuito.
UNA PALABRA, DOS REALIDADES
El capital financiero es ansioso y voraz, no espera. Tampoco busca reputación, como los capitalistas productivos, que trataban de afianzarla en el tiempo y a través de conductas. Quien va enmascarado no teme por su reputación, lo protege el anonimato. La urgencia de los mercados se llama ajuste. Lo que el capital financiero “presta” necesita recuperarlo pronto y multiplicado, de manera que presiona a los gobiernos (sus deudores), empujándolos a políticas en las cuales, como dice Bauman en “Maldad líquida”, su libro póstumo, las personas son descartables. Los que importan son los números. Así, señala el pensador polaco, los gobiernos se convierten en simples delegados gerentes de los mercados. O en sus comisarios.
Cuando seguimos las idas y venidas del dólar con la misma tensión conque nos concentramos en una semifinales o final de fútbol, no hacemos más que convertirnos, a un mismo tiempo, en víctimas y espectadores de este juego especulativo en el que nunca ganamos los ciudadanos de a pie, con nombre y apellido, con reputaciones ciertas, con capacidad para mirarnos a la cara, con voces, con vidas reales, con sueños y proyectos.
Para que no haya las resistencias y rebeldías que podrían nacer de la comprensión del juego, de la negativa a jugarlo y de la búsqueda de otros caminos y posibilidades, hay que convencer a esos ciudadanos de a pie de que es inútil cuestionar el estado de las cosas. Diversos voceros, comunicadores, economistas salen entonces a explicar que estamos metidos sin remedio en lo que Bauman cita como TINA. Son las siglas en inglés de There Is No Alternative. Traducido significa “No hay alternativa”. Y en criollo debe entenderse que somos prisioneros de los mercados. No se trata del mejor de los mundos, nos explican los voceros, se trata del único. En donde no hay alternativa no hay libertad. Paradójicamente el capitalismo primigenio, el productivo, nació en paralelo con algunas de las principales premisas de la democracia y de la dinámica republicana. Entre ellas, la libertad. Aquello de lo que se disfrutaba en los viejos mercados del encuentro, de la compraventa, de las relaciones cara a cara, de la fianza sin trampas y sin usura. Esos mercados en los que quien compraba elegía con reglas claras. La misma palabra para dos realidades opuestas. De la libertad del mercado a la dictadura de los mercados.
(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de intolerancia"
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