“No tiene precio, a esta casa la terminé de pagar vendiendo carteras en Plaza Italia”

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En un concurso para premiar a las mejor conservadas, porque decir la más linda sería injusto para todas, la de Gustavo Ciocco tendría grandes chances de ganar.

El tiempo que pasó desde su construcción no anda muy lejos de la centuria.

Gustavo, un reconocido serigrafista, la compró 1987 cuando la casa ya venía soportando 12 años de completo abandono. Y a fuerza de ponerle lo mismo que le pone a su arte, la convirtió en un espejo de sí mismo.

“La terminé de pagar vendiendo carteras en la feria de Plaza Italia”, recuerda.

En algunos sectores de la casa la pinotea está intacta, brillante como la madera de los techos a los que alguna vez hubo que hacerle grandes arreglos para terminar de una vez por todas con las goteras.

Sólo los pisos quedaron en el camino. A pesar de la nobleza de la madera, el peso les fue ganando la pulseada.

Por caso, cuando armó su taller de serigrafía para trabajar el cuero y otros elementos, comprobó que cada vez que accionaba la guillotina que había comprado, el piso se hundía peligrosamente bajo el colchón de aire de un metro y medio de espesor que dejaban para que si un día había que mudarla, se pudiesen calzar los troncos que harían de rieles.

La casa de Gustavo Ciocco es, para muchos que pasan por su puerta, “una de las más lindas”.

Es una combinación de recursos donde conviven aquel lastre que venía en los barcos con el cerámico y el hierro nuevo.

“No, no tiene precio. Es una casa que habla de mí”, define Gustavo.

 

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