Eliminar gravámenes y aumentar las exportaciones

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Frente la crisis económica que la agobia, la Argentina debiera revisar a fondo lo que viene ocurriendo con sus exportaciones agrarias, acotadas por las retenciones que pesan sobre los precios de la soja, el trigo y el maíz. Se habla en este caso de una actividad promotora de riquezas, que ha hecho punta en el uso de nuevas tecnologías y que, por su sola irradiación, en las últimas décadas ha servido además –ello a pesar de las enormes dificultades que debe vencer- para darle vida a ciudades y pueblos que viven del campo.

Está claro que el momento que atraviesa el sector rural argentino es enormemente complicado, con fuentes de ingreso que fueron remarcables en años anteriores y que hoy son mucho menores debido, por ejemplo en el caso de la soja, a la caída de su valor en el mercado internacional. Sin embargo, si existiera una promoción atinada de las enormes posibilidades que ofrece la actividad agropecuaria, la recuperación sería ostensible en muy corto plazo.

Se cuenta ahora con los cercanos ejemplos que ofrecen Uruguay y Paraguay que, a partir de sancionar medidas de fomento para el campo –entre ellos la reducción o quita de gravámenes durante los primeros diez años- están conquistando rápidamente mercados internacionales con pujantes producciones agropecuarias. En realidad, también deberían mencionarse aquí lo que ocurre con la agricultura de Europa y de los Estados Unidos, que se encuentra subvencionada por sus gobiernos mientras que, en el nuestro, se ve desalentada por todo tipo de cargas tributarias.

Sin embargo, como se ha dicho, a pesar de ese verdadero lastre, la producción agropecuaria se modernizó en nuestro país en las últimas décadas –incorporando las últimas técnicas de biotecnología en la siembra de semillas, la electrónica en maquinarias, los nuevos agroquímicos- y fue la primera impulsora en el mundo del sistema de siembra directa, incorporada luego por otros países y considerada un enorme adelanto. Ello fue posible merced al esfuerzo y la iniciativa de agricultores jóvenes, que reemplazaron las antiguas técnicas rurales.

Está claro que integrarse con mayor grado de presencia a los mercados mundiales le podrá abrir a nuestro país la posibilidad de fortalecer su despegue económico y, a partir de allí, crear empleos mejor remunerados. avanzándose así hacia la posibilidad de reducir los elevados índices de pobreza.

También es evidente que una apertura hacia los mercados internacionales no podría, por si sola, alcanzar esas metas, pero hoy no puede concebirse ninguna alternativa de desarrollo que no deba sustentarse en una fluida relación con esos mercados. En este sentido, el esfuerzo debe ser mayor y más sostenido por parte de los países en desarrollo, que deben franquear con la calidad de sus productos –esto también vale para las industrias- las eventuales barreras de acceso a los mercados que puedan oponer los países más desarrollados.

Nuestro país debiera impulsar una política de desarrollo y de acciones coherentes que la instalen, una vez más, como protagonista principal en el comercio exterior.

No se trata de promover una reivindicación de concepciones perimidas, sino de alentar estrategias modernas y sostenibles, capaces de aprovechar –en este caso- fenómenos del presente, como la creciente demanda mundial de alimentos.

La Argentina cuenta con esos recursos y por ello, en lugar de deprimir la actividad con impuestos que castigan al productor –a cuyo cargo están el trabajo en el campo, el uso de la maquinaria, el costo de los fletes, las retenciones y otros impuestos- debiera estimularla, buscándose un balance inteligente entre la eliminación progresiva de los derechos de exportación y las necesidades fiscales del Estado.

 

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