De los chinchulines a los pañales, los intentos para meter droga en la cárcel

Son múltilples los escondites detectados, pero en los accesos a los penales no dejan de sorprenderse con el uso de la comida o de los bebés. La marihuana al tope en las maniobras, seguida por los psicofármacos

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HIPÓLITO SANZONE

hsanzone@eldia.com

 

“Si no le llevo algo se vuelve loco, siempre me dice que eso es el infierno o peor que el infierno y que lo tengo que ayudar. Que total a mi no me va a pasar nada, que yo no tengo idea lo es la vida ahí adentro. Que me la juegue, que lo ayude. Eso me dice. Siempre me dice”.

El testimonio de esta joven mujer descubierta queriendo meter droga en un penal bonaerense, escondida en comida para su pareja detenida, bien podría cortarse y pegarse en cualquiera de las decenas de historias cortadas por la misma tijera.

Historias que se repiten una y otra vez y que crecen durante los fines de semana de visitas en las diferentes cárceles de La Plata y la Provincia. Se asegura que el ingreso de drogas a las cárceles es un problema cotidiano, que es una pelea contra un rival que se levanta tantas veces como cae. Y, lo peor de todo, que busca una y mil formas de pegar. Desde la más obvia a la más insólita: desde el fondo de un paquete de yerba hasta el interior de una porción de chinchulines.

La letra fría del Código Penal dice que querer meter drogas a una cárcel es una falta al artículo 5, inciso E, último párrafo de la 23.737 una ley nacional complementaria que refiere a las drogas, su tenencia y/o comercialización. Y dice también que la pena para quien la infrinja va de seis meses a tres años de cárcel. Acaso en ese último escalón esté una de las claves. “Me dice que no me asuste, que no me pueden meter presa mucho tiempo, que es un delito excarcelable. Me dice que no me va a pasar nada, que todas las mujeres de los otros presos lo hacen, que cómo no lo voy a ayudar”.

Los intentos por pasar drogas son, además, la primera causa de otro padecimiento cotidiano para quienes tienen a sus seres queridos tras las rejas: la lentitud para ingresar a los penales, las largas colas que se forman, a veces a la más dura de las intemperies, en los días de visita.

Las estadísticas más difundidas concluyen en que entre 7 y 8 de cada diez personas que ingresan detenidas a una cárcel arrastran una adicción a las drogas. Y que en esa población hay dos grupos bien marcados: los que llegan como adictos dependientes de drogas “duras” como la cocaína o el paco y los que una vez tras las rejas ven potenciada otra adicción: la de consumir psicofármacos con el único fin de evadirse de la realidad que les toca.

“Dormir, él me dice que quiere dormir. Que si fuese por él dormiría todo el día. No me pide merca, me pide pastillas. Traeme pastillas para no volverme loco, me dice”.

Se asegura que en la vida carcelaria la agresión y la broma caminan tan juntas, por un sendero tan estrecho, que no es raro que se molesten y se agarren en feroz pelea. Pero, dicen, hay un punto donde los códigos impiden, o al menos recomiendan, no avanzar. Es el sueño del preso.

“Al preso profundamente dormido no se lo despierta. Es lo peor que se le puede hacer. El sueño del preso es sagrado, porque cuando lo tiene no se le puede quitar. El sueño del preso siempre es un sueño de libertad y con eso no se jode. Los que joden con eso no tienen códigos, son lacra”.

Parejas, hijas, hermanas, madres, padres, amigos, hermanos y a veces hasta al mismo abogado defensor. Cualquiera puede ser el que le lleve droga a otro que la espera encarcelado.

Las maneras de intentarlo sorprenden más por su variedad que por su cantidad. En el crecimiento de esta forma de delito la superpoblación carcelaria juega un rol clave. Sobre todo en la provincia de Buenos Aires.

Una birome, un mate, un sachet de leche, un frasco de dulce, unas empanadas, un “bolsillo” calado en un pedazo de carne para milanesas. Hasta romper cuidadosamente un huevo, rellenarlo con marihuana y volver a pegar la cáscara con “la Gotita”. Todo vale. La frecuencia es tanta que, cuentan desde las requisas, algunas ya se han vuelto obvias,

“Las albóndigas son un clásico. La gente ya sabe que si trae albóndigas se las vamos a abrir una por una. Ya mucha gente directamente trae la carne picada para que se las cocine el preso porque saben que traerle albóndigas es como llevar un cartelito que diga: acá hay algo”, cuenta un guardia con experiencia en el tema.

En la pelea cotidiana entre los y las que quieren meter la droga y quienes procuran que eso no pase hay también algunos códigos. Y, cuentan, tienen que ver con el tipo de droga que se quiere ingresar. “Una cosa son las pastillas o la marihuana y otra es la cocaína. Las tres son un delito, de más está decirlo, pero la cocaína te marca otro escenario si se quiere, más pesado”.

Tras los muros algunos presos aceptan ingresar a programas que los ayuden a salir de su adicción, una tarea complicada teniendo el cuenta el escenario, el entorno.

Las historias de “canutos”, como le llaman a las formas de querer pasar drogas a los detenidos llueven ante cualquier consulta al respecto. En San Martín una mujer escondió cocaína dentro de los chinchulines que le había pedido su marido. Les había dado una cocción más bien “por afuera” para no despertar sospechas y los había cubierto con rodajas de limón. Pero los chinchulines debieron haber estado mejor refrigerados y el olor los puso en evidencia.

A los “menudeos” se suman otras acciones de mayor porte como el registrado en julio de 2018 cuando en una maniobra que parecía arrancada de una serie de narcos se intentó ingresar a la Unidad 24 de Florencio Varela ocho kilos de cocaína escondidos en cajas de puré de tomates.

Pero en el casi cotidiano asunto de empujar droga hacia adentro y hacia afuera de los penales, hay imágenes que definen el drama que lo enmarca. Y son los pañales de los bebés. Es acaso la imagen más dura a la que deben enfrentarse los hombres y mujeres que trabajan en las requisas.

“A veces una pregunta si no les da vergüenza usar así a una criatura. Y no te dicen nada, se encogen de hombros. No tienen nada para decir”.

Algunos presos aceptan ingresar a programas que los ayuden a salir de la adicción

 

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