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VIDEO: María Soledad Brea, la platense que alcanzó el segundo lugar en el Mundial de Lectura con un texto conmovedor

13 de Octubre de 2021 | 18:55

María Soledad Brea participó del último Mundial de Escritura, donde participaron decenas de países, y quedó segunda en la categoría general con su texto “Opuestos por el vértice”. La escritura es una pasión desde que tiene memoria y que heredó de su familia.

Durante el año pasado se animó a inscribirse en un taller virtual y poco después tomó la decisión de encarar algo tan importante como lo fue para ella la primera edición del Mundial de Escritura. Este 2021 repitió la experiencia, que pudo disfrutar más y terminar entre las primeras.

María Soledad Brea se anotó sola y desde la plataforma le asignaron un equipo con el que trabajó durante dos semanas de preselección entre 650 textos, llamado “Emigrantes”. Los integrantes eran de Argentina, Venezuela y Colombia, entre otros. “Se generan intercambios lindos y podes conocer historias de distintos lugares”, contó.

Respecto a la lectura ganadora, surgió en las dos primeras semanas del mundial, donde la consigna era escribir desde dos pronombres opuestos, con frases cortas. La única condición era que superaran los tres mil caracteres. Su rutina era leer la consigna sugerida por el jurado durante la mañana, pensarla durante el día y volcarla en la noche.

“Cuando la leí, se me ocurrió mi papá porque siempre fuimos opuestos. A la hora de escribir pensé en ese viaje y eso me llevó a revisar las fotos, experiencias y todo lo que me quedó pendiente”, detalló María Soledad. De los 650 textos que se presentaron, fueron seleccionados 60 y luego se definió por jurado a los ganadores entre los finalistas. El premio, en este caso, fue un curso gratis en el instituto de Santiago Llach, organizador del evento.

“El Mundial me dio la posibilidad de llegar a más personas. La experiencia me dio cosas muy lindas. Hay gente que reinterpretó la historia en cosas suyas, con sus viejos o temas pendientes”, reveló la escritora emocionada. Entre sus futuras metas se encuentra la posibilidad de escribir un libro aunque, por el momento, los comparte en su cuenta de Instagram: “Si me animo, lo hago”.

La escritura encontró a María Soledad Brea casi sin pensarlo. Su bisabuela era escritora, publicó tres libros de poesía, uno de relatos y uno especialmente dedicado a ella, para cuando pudiera leerlo. Ese es, sin dudas, su mejor legado. Su padre le heredó la pasión por la música y aprovecha sus momentos de inspiración para tocar la guitarra. Lo que más le gusta es pasar tiempo en familia y lo hace cada vez que puede.

“La mezcla es parte de lo divertido”

Su vida diaria poco tiene que ver con la mera diversión de volcar sus pensamientos en un papel o una computadora. Es docente de la Facultad de Medicina, trabajó como becaria en el Conicet en una investigación cardiovascular, es doctora en ciencias biológicas y biotecnológa.

María Soledad Brea anima a los tímidos a anotarse al mundial, por más inexperiencia que se tenga: “Las consignas sirven de puntapié y es una experiencia que está buenísima”. Su método para no perder el ritmo, recomendado por su profesor es corregir si en cierto momento del día no hay ganas de escribir. 

Ella estuvo a punto de no anotarse en el primer concurso en el que participó, en 2020. En esa época estaba tapada de trabajo y dudó si iba a tener tiempo de cumplir con los retos pero luego pensó en “el tiempo perdido por la pandemia” y comenzó la aventura.

Opuestos por el vértice, de María Soledad Brea

Él había viajado muchas veces a Europa; yo era la primera vez que cruzaba el Atlántico. Ahí descubrí que él podía dormir en los aviones sin problema, y yo no, porque me pasé las once horas hasta Barajas sin pegar un ojo. Yo iba sólo de turista, y él iba a un congreso de ingeniería. Él era el encargado de sacar las fotos, con una cámara destartalada; yo no entendía para qué quería tantas fotos. Y cuando salíamos los dos en la imagen, él sonreía y yo tenía cara de aburrimiento. Yo viajaba con una mochila enorme, llena de cosas que no tenían la menor utilidad; él viajaba con una riñonera negra. Y con un gorro piluso horrible del club Boca Juniors. Yo iba sin gorro a pesar del sol y el calor del verano europeo. En la escala en Madrid yo quería recorrer barrios y visitar museos; él quería ir a la cancha del Real y del Atlético. La primera parte de su congreso era en Barcelona, donde él quería aprovechar para comer paella, y a mí en ese entonces no me gustaba el pescado. Yo era la encargada de llevar el mapa para ubicarnos en los recorridos, y él caminaba sin rumbo, preguntando por ahí y riéndose de las veces que nos perdíamos. Yo sentía que cuando perdíamos el rumbo estábamos perdiendo tiempo; él me decía que esa es la mejor forma de viajar. Él se metía en los bares más chiquitos de cada barrio, a tomar una cerveza; yo, que en ese entonces no tomaba, a veces aceptaba una coca y la mayor parte del tiempo esperaba afuera mirando la hora. Él me sacaba fotos en todos lados, a pesar de mi cara de fastidio, y yo no le sacaba fotos nunca. Hoy yo me arrepiento de eso. Hicimos un recorrido de la ciudad en esos bus turísticos que te dan auriculares y te explican la historia de calles y edificios; yo escuchaba fascinada, y él charlaba con los ingenieros amigos. Él usaba las medias blancas levantadas, lo que a mí me parecía sumamente ridículo. Yo usaba medias cortas que apenas asomaban de la zapatilla. Ninguno usaba ojotas, ni siquiera los días que pasamos a ver la playa. Ni a él ni a mi nos gustaba la playa. La segunda parte del congreso era en Venecia, que él ya conocía, y yo no. Yo pasaba las noches marcando en el mapa todas las iglesias que quería visitar, y él miraba fútbol en la televisión. Durante el día él se empecinaba en tomarse un café en cada bar de cada plaza, y yo lo tironeaba diciendo que no nos iba a alcanzar el tiempo. Yo no hablaba italiano, y él tampoco, pero se hacía entender inventando algunas palabras y completando con gestos. A él le encantaba hacer todo lo que no se podía según los carteles, a mí me daba vergüenza. En la playa del Lido, a la que fuimos porque el resto del grupo quería, yo juntaba caracoles y él me los tiraba. Él probaba algunos platos típicos; yo me limitaba a comer fideos. Cuando él trabajaba, porque después de todo estaba en un congreso, yo leía algún libro. Yo me volví de Europa esa primera vez con todos y cada uno de los folletos y entradas que cayeron en mis manos. Él perdía hasta los papeles que necesitábamos. Él se reía fuerte, con una risa que invadía todo el ambiente. Yo me tapaba la cara, y si el chiste era suyo, hacía fuerza para no reírme, sólo para provocarlo. Él era siempre el centro de las charlas, yo prefería pasar desapercibida, callada en un rincón. Para él, en ese momento, fue un viaje especial. Para mí, en ese momento, fue un viaje. Él quería acercarse, y valoraba todo tiempo conmigo. Yo era reacia a todo lo que viniera de él, y me alejaba en la medida de lo posible. Para él yo era un orgullo, y para mí él era papá, con todo lo que significa eso cuando sos adolescente. Él buscaba temas de conversación; yo me quedaba callada. Meses más tarde él me escribió una carta, agradeciéndome por haber compartido ese viaje. Yo no le contesté. Él le hablaba de mí a sus amigos, y yo trataba de esconderme en la pieza con las mías cuando él llegaba a casa. Cuando él volvía cansado del trabajo, y se sentaba en la cocina a tocar la guitarra, yo subía el volumen del televisor. Seguramente las cosas que él más disfrutó de aquella travesía a Europa no fueron las mismas que disfruté yo. Hoy yo quisiera volver a vivir ese viaje, para hacerlo mejor. Él no sé. Hoy yo quisiera sonreír en las fotos, y sacarle muchas a él. Él no sé. Hoy yo quisiera contestarle la carta, pero él ya no puede leerla. Hoy yo entiendo las cosas que él entendía en ese momento. Hoy yo estoy, pero él ya no.

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