El ataque al Presidente, un acto de barbarie lesivo para el sistema democrático

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La posibilidad de disentir es una de las características esenciales del sistema democrático y debiera estar claro que las diferencias nunca se deben zanjar a través de métodos violentos. En cambio, el ataque a piedrazos realizado contra el presidente de la República, Alberto Fernández, constituyó un acto lesivo para la institucionalidad y la concordia ciudadana. Acaso, como saldo positivo, corresponde consignar que el incidente mereció el rápido repudio de las principales figuras de la oposición y del oficialismo políticos en nuestro país.

Los incidentes tuvieron lugar cuando el Presidente llegó a la localidad patagónica de Lago Puelo para visitar las zonas afectadas por los incendios que tienen lugar allí desde hace varios días. Cuando una camioneta lo transportaba, junto a dos de sus ministros y a la primera dama, Fabiola Yáñez, entre otros, un grupo de personas apedreó el automóvil e incluso rompieron dos de sus vidrios.

Luego, cuando Fernández se bajó de la camioneta, algunos manifestantes lo increparon y estuvieron a pocos centímetros de él, pero el mandatario salió ileso. En cuanto al curso de los incidentes, una de las cosas que más llamó la atención fue el frágil operativo de seguridad que se montó, ya que la comitiva quedó totalmente expuesta ante las agresiones.

Se pudo observar entonces cómo algunos de los manifestantes le dieron patadas y golpes de puño al vehículo donde se encontraba el Presidente, tras lo cual algunos le arrojaron piedras, como la que impactó en una de las ventanillas. Además intentaron impedir que avance del rodado, aunque finalmente la camioneta aceleró y pudo salir del lugar de los incidentes.

Lo primero que debe decirse ante este tipo de situaciones es que se trata de actos de barbarie, que son inexcusables. Por otra parte, el cuerpo de leyes debiera prever y sancionar estos tipos de actitudes que nada tienen que ver con el sistema democrático, y que, además de generar riesgo para la integridad física de las personas atacadas, ponen en grave riesgo la convivencia cívica e institucional del país.

Cabe insistir en que, más allá de todo juicio de valor que pueda suscitar la tarea de cualquier funcionario, lo que debe primar es el respeto a las personas y a las investiduras. No sólo se ha dicho que nada impide que los ciudadanos disientan y, llegado el caso, hagan saber su opinión a las autoridades, sino que, inclusive, todo sano espíritu confrontativo fortalece a la democracia. Pero ello, siempre respetando esos límites, ya que al transponerlos se quebrantan reglas de convivencia que son igualmente básicas para la vida.

Se está frente a metodologías de expresión -como son, por ejemplo, los escraches- que se traducen en desbordes, en injustos perjuicios y en crear factores de riesgo o crispación para la población en general.

Admitir estas muestras de violencia sería promover la anomia como modelo social, cuando lo que corresponde es que se le reclame a la sociedad -a todos los habitantes y funcionarios que la componen- sujetarse a los términos institucionales de la vida bajo el imperio de la ley.

En la medida en que pudieron desbordar de sus cauces, estos ataques, como el perpetrado contra el Presidente y su comitiva, merecen ser repudiados y sólo resta esperar que no se reiteren episodios similares. Ningún sector del país puede arrogarse el derecho de atacar a otro, ni superar las precisas fronteras marcadas por la Constitución.

 

 

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