Ocurrencias: odio y silencio

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Alejandro Castañeda
 

Para muchos, la idea misma de no odiar, debe sonarles odiosa. En estos días de furias, reales o sobreactuadas, el devenir criollo se ajusta al tango de los desahogos aniquiladores. Las malas lenguas, tan populares en estos pagos, se encargan de potenciar expresiones dañinas y descalificantes. Y también el calculado y aparatoso sincericidio de algunas estrellas musicales ha dado a luz un lenguaje femenino directo y realista que por estos días es casi una lengua oficial entre las cancionistas de la última generación.

El romanticismo ha quedado a resguardo en el armario de los recuerdos entrañables. Lo que hoy vende es que las autoras actuales les han dado a sus repertorios el peso de un confesionario de cama abierta donde la venganza adquiere estatura de remedio y consuelo. Es un odio curativo que siempre asume el trazo de un ajuste de cuentas contra la supremacía del machismo.

Atrás, muy atrás quedaron las heroínas sufrientes y calladitas que, como, cantaba Serrat, buscaban ocultas “tras los visillos/a ese hombre joven/que noche a noche forjaron en su mente/fuerte pa’ ser su señor/tierno para el amor”. Hoy, La cobra, de Jimena Barón, no espera, avanza con su plan de lucha: “Soy la cobra que se cobra todo lo que hiciste, bebé/pensabas que era gratis lastimar/y andar pisando todos mis pedazos, bebé”. Y los políticos, que aprovechan la onda para hacer sus propias serenatas, también andan chapaleando entre sinceridades sospechosas y venganzas rendidoras. Y si bien allí el sexo y el amor tóxico los tienen sin cuidado, las relaciones carnales, a la hora de las elecciones, siguen siendo parte de las opciones para poder mejorar chances.

Se habla como se puede y cierta crudeza adornada con exasperación son la contraseña más transitada de una vida que, como dijo Woody Allen “…está llena de soledad, miseria, sufrimiento e infelicidad, y además se acaba muy pronto”.

La palabra odio por supuesto convoca fantasmas y negaciones. La gente con poder asegura que su lucha es contra una exasperación imperante que se canaliza no sólo en expresiones verbales, sino, algo mucho más grave, en expresiones abiertamente violentas. El odio viene desde el comienzo y el hombre lo ha ido perfeccionando. Ahora, a la sombra del fallido intento de asesinar a la Vicepresidenta, se han exacerbado y se han desordenado los odios y los odiosos. Desde las distintas orillas se usa para sacar ventajas y apuntarle al otro. Es difícil encontrar genuinos predicadores de la paz cuando se pelea por el poder. Así como los femicidas suelen apelar al amor enfermizo para explicar el porqué de sus crímenes atroces, así, en los cuarteles partidarios, el odio al odio es la moneda más corriente y la más escasa, porque lo que se esfuerzan por dar ejemplo lo terminan multiplicando.

Los femicidas odian no ser amados. Y matan a la que se atrevió a no quererlos

Tras el atentado contra Cristina, se han exacerbado y desordenado los odios y los odiosos

Los versos de Baudelaire retratan cabalmente a muchos de los anti odiadores de estos días: “¡Yo soy el siniestro espejo / donde la furia se contempla!”.

En este escenario tenso y exasperado se dirimen mezquindades políticas, caprichos rabiosos, persecuciones disfrazadas, amenazas veladas y no tan veladas, intentos criminales y palabras hirientes. El odio circula a sus anchas en todos los estamentos. Y los datos recientes que aportan las estadísticas sobre los femicidos de este año, dan fe que los hechos de alguna manera reflejan y exacerban los retratos atroces que acompañan a las palabras.

En nombre del amor, los canallas que atacan y matan a sus mujeres, creen encontrar allí un argumento apasionado para sus salvajadas. Odian no ser amados. Y matan a la que se atrevió a no quererlos.

El talentoso escritor mexicano Juan Villoro, pide que, si no se puede quitarles odio a las palabras, es preferible que no se hable. Es un mensaje para todos, abandonados y adversarios, vengativos y rencorosos, víctimas y victimarios: “Ante tal profesión de seres que vociferan lo que antes reservaban para sus diarios íntimos, resulta necesaria una antipedagogía, una terapia que nos enseñe a callarnos sin traumas. En la era del “Yo desaforado” la escuela del futuro puede ser la Academia de Inhibición (…) un instituto que nos eduque hacia el silencio”.

 

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