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Información General |OCURRIÓ EN LA PLATA

A Río de Janeiro en “Huevito”: y otras historias de entrañables autos locos

Escondida en Villa Elisa, en el galpón que fue una sodería, hay una máquina del tiempo llena de aparatos que laten

A Río de Janeiro en “Huevito”: y otras historias de entrañables autos locos

Daniel Latorre y uno de los “Huevitos” increíblemente restaurado. “Un auto cobra vida cuando puede andar”

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

17 de Abril de 2022 | 05:25
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“Te pido disculpas por el olor”.

Daniel Delatorre tenía dos opciones. O alineaba sus reliquias detrás de un vallado para que el público pudiese verlas a distancia prudencial o creaba un espacio donde la gente pudiese soltar sus emociones y traducirlas en eso de subirse, sentarse detrás del volante, acariciar sus tapizados y sus tableros; aspirar esos olores a viejo y a nuevo al mismo tiempo. Emociones fuertes como cerrar los ojos y verse otra vez de viaje con aquellos seres queridos que ya no están y oír sus retos y sus tranquilizadores pero poco creíbles: “Falta poco, portate bien que ya llegamos”.

Para mucha gente un auto es nada más que eso. Y cuando se trata de modelos ya perdidos en el tiempo son “cosas viejas”. Pero hay otras personas que miran diferente. Acaso sea con los ojos invisibles del corazón y del alma.

“La cara de felicidad del que se saca una foto dentro del auto en el que lo llevaban de paseo sus viejos o sus abuelos, no tiene precio”, dice Daniel cuando explica las razones por las que en su Almacén de Clásicos sus reliquias no se exhiben detrás de una valla y la gente puede andar entre ellas y hasta oírlas funcionar.

Una Chevrolet 46, impecable

PERFUME

“Un auto cobra vida cuando puede andar”, acota, como si fuese una suerte de “máxima del restaurador”, aunque él asegura que no lo es y que solo es un insaciable cazador de tesoros y que los artistas de la restauración con los que trabaja son los que hacen el gran trabajo. Y se acuerda de Diego Stipcic, Jonathan Scornavaca, Javier Cinti, Nazareno Formiconi y Pablo Boeris. Mecánicos, pintores, chapistas, electricistas. Son de esos que no abundan, de los que tienen esa “pasta” especial que se necesita para la restauración de un clásico.

En el enorme galpón de lo que fue la vieja Sodería Palumbo y también la Herrería de Perico, en lo que hoy se conoce como el cruce de las calles 4 y 48 de Villa Elisa, funciona la máquina del tiempo de Daniel.

Pedidos raros, reclamos insólitos, situaciones inesperadas. Si en cada bar o restorán del mundo se pusieran a coleccionar anécdotas, la lista sería interminable. Y lo que cuenta sobre esa noche del Día de los Enamorados figura entre las más impensadas.

Arriba un Rambler Ambassador con 57 mil kilómetros reales. Abajo, una Chevy coupé de las que cortan el aliento

“Queríamos estacionar en la entrada uno de los Isetta 300 pero no arrancaba porque tenía la nafta podrida. Cuando le sacamos el carburador para limpiarlo se hizo un charco de nafta que llegó hasta debajo de una de las mesas. Baldeamos, tiramos perfumina pero no hubo caso. El olor a nafta podrida no se va fácilmente. Vino una pareja y ocupó esa mesa y desde la barra veo que el muchacho aspiraba y cerraba los ojos, una vez, dos veces, tres. Entonces me acerqué y le pedí disculpas por el olor y le ofrecí pasarlos a una mesa del fondo. Me dijo que de ninguna manera, que ese olor le encantaba, que lo hacía recordar, que era el olor del taller y de esos autos de su infancia. Y me pidió si podía echar al piso un poco más de esa nafta podrida”.

La máquina del tiempo traslada a quienes se suben a ella a los años 30, 40, 50, a los 60 y a buena parte de los 70. La experiencia de quienes se han embarcado en esa empresa dice que no necesariamente hay que ser amante de los “fierros”, de aquellos autos locos a los que se entraba por una única puerta en el frente, o los “Gogo Móvil” que parecían tener tres ruedas y venían sin techo ni puertas. O esas camionetas que parecen escapadas de “Mississippi en llamas” o “El Gran Pez” o las coupés Chevy que aceleran el pulso de solo verlas nomás.

EL 200 Y OTRAS RAREZAS

Nunca se supo cómo hizo el italiano Salvatore De Carlo para conseguir que la poderosa alemana BMW le diera la concesión para instalar una fábrica de autos en el país que se le antojara, pero siempre y cuando no fuera en Europa. No lo hizo hasta poco más de diez años después. Mientras tanto, De Carlo se dedicó a fabricar heladeras, lavarropas, ventiladores y licuadoras en la planta que había montado en José C. Paz. Un día de 1959 se decidió por algo más audaz y así nació el “De Carlo Minicar 200”. Los datos contenidos en el sitio MiTuTu.com.ar permiten saber que “el 200” tenía cuatro ruedas que parecían, parecen, tres porque las traseras quedarían muy juntas entre sí. Ni techo ni puertas y un motor Sachs, de moto. Se cree que Savatore logró sacar a la venta unas 800 unidades de las que hoy solo queda un puñado convertido en verdaderas reliquias de un valor incalculable. En el Almacén de Daniel hay, por falta de una, dos.

Cada auto bajo ese enorme tinglado tiene una pequeña gran historia. Algunas por lo impensadas, por lo insólitas.

Como la del Isard 300 que parece de juguete y que de solo verlo se hace difícil imaginar cómo una familia tipo podía ir y volver en él desde Mar del Plata o que alguien participara de una carrera de autos como la famosa y peligrosa Vuelta de Ensenada que convocaba a cientos de pilotos de todo el país y de América.

“Lo encontré en San Luis y se lo compré al marido de la dueña original. Me contó: ‘un día mi señora fue a comprar una cocina y en la casa de artículos del hogar le vendieron el auto. Llegó a casa y me dijo: mirá’”.

“La cara de felicidad de la gente no tiene precio”. Puede que sientan que volvieron a los días felices

 

LA NENA NO SE MANCHA

Desde Entre Ríos trajo una Estanciera del año 1966 que hoy luce completamente original y que una sola vez en su vida dejó el campo para ir a la ciudad. El dueño fue un chacarero que la amaba y cuidaba como a una hija al punto que los días de lluvia mandaba a sus hijos varones a recorrer a caballo el camino de salida. “Si estaba muy barroso no sacaba la Estanciera. Y la única vez que la llevó a la ciudad un colectivo le hizo un rayón. Desde ese día el hombre nunca más la sacó del campo”, cuenta Daniel y muestra la “herida” que quedó sobre el guardabarros izquierdo donde puede verse una marca de pintura negra, la del colectivo, sobre la azulada de la Estanciera.

Historias locas, de largos peregrinajes en busca de repuestos, mecánicos duchos, chapistas honestos y otros locos que supieran valorar lo que tenían enfrente. Así puede resumirse la historia de los dos -BMW- De Carlo 600, que forman parte de la colección y cuyas restauraciones demoraron años.

“No van a poder creer como va a quedar esta V8”, augura don Oscar, uno de los mecánicos del Almacén

“Estaba en Mendoza por un tema de trabajo y charlaba con un amigo en la calle, frente a un camión estacionado. De repente el camión arrancó y apareció el De Carlo con un cartel de se vende. Me desesperé. Me lo traje andando y cerca de mi casa se clavó el motor”.

El rojo con el techo blanco duerme en una suerte de altillo del que lo bajan solo cuando lo piden, como lo han hecho varias veces, de algún programa de televisión. En el salón de abajo está el otro, el azul y blanco que Daniel revela que si bien son colores originales de la época, a éste lo pintaron así para cumplirle la promesa a un vecino: que la próxima vuelta olímpica que dé Gimnasia se lo va a prestar para que lo lleve a 7 y 50.

EL HUEVITO VIAJERO

“Tengo muchos deseos no cumplidos, deudas pendientes que algún día espero pagarme como tener una coupé Torino, un Jeep Willys y lo máximo: un Messerschmitt”. Daniel habla del popularmente conocido auto del Tío Cosa, uno de los personajes de “Los Locos Adams” que una dudosa versión dice que fueron hechos con las carlingas de los bombarderos de la Luftwaffe que sobrevivieron a la derrota alemana pero que oficialmente fueron idea de Fritz Fend, que ensamblaba cosechadoras y Willy Messerschmitt que sí tenía una fábrica de aviones y después de la segunda gran guerra no sabía qué hacer con ella. “Especie de moto carrozada de tres ruedas con un asiento detrás de otro (en tándem) y cabina de plexiglás tipo aviación, al que denominaron Kabinenroller”, dice la historia oficial de ese auto de valor incalculable.

“Te pueden pedir 50 mil dólares o 150 mil o quién sabe cuánto más y estará bien. No tienen precio real”, dice Daniel que no se resigna a que no haya uno por ahí, perdido, en el estado en que sea, y al que un día pueda llegar.

Entre los ejemplares de Izetta o de BMW 300, los “huevitos” que parecían de tres ruedas, hay uno cuyo aspecto contrasta con el de sus hermanos impecablemente restaurados. Este parece el Patito Feo de la familia. Tiene la pintura original opaca, llena de marcas y puntos negros por el paso del tiempo. Pero su historia es única. Perteneció a un vecino del barrio de Mataderos que a los 95 años decidió venderlo. Lo compró cero kilómetro en 1957 y montado en un envidiable espíritu de aventura, se fue con el “Ratón o Huevito” a veranear a Río de Janeiro.

El Isetta 300 de la aventura juvenil a Río de Janeiro

“Se fue con un amigo, tardaron un mes en ir y otro en volver. Está exactamente igual que entonces, no se le cambió nada”.

En las historias de amores a cuatro ruedas hay de todo. Hasta de esas en que la necesidad económica se choca con los sentimientos de manera tal que a veces no importa perder la venta. Así el caso de la “Pan Lactal” como se conoció a las combis japonesitas que inundaron las calles en los 80 y una parte de los 90 y que Daniel compró para armar un horno pizzero sobre su caja playa.

“Tenía encima un carro pochoclero y cuando le dije al dueño que pensaba sacárselo el tipo se puso serio y me dijo no, de ninguna manera se la vendo. Este carro pochoclero ha criado a mis cinco hijos, me ha dado mi casa. Esto es una fuente de trabajo, no se lo voy a vender si no lo va a usar como tal”.

Entre los sueños por cumplir figura un Messerschmitt, el auto del Tío Cosa

 

Finalmente llegaron a un acuerdo: el carro pochoclero se iba pero quedaba en el galpón de los clásicos donde una vez por semana el hombre se comprometió a dar al público “clases de fabricación de pochoclo y nubes de algodón”.

LA ALEGRÍA DEL ABUELO

Dicen los que saben que de todas esas camionetas de películas de los años 40, 50 y 60, la más vistosa es la Chevrolet de 1946. Tienen, entre otras rarezas, un sistema de limpiaparabrisas neumático que se acciona con el aire que produce el motor. Daniel tiene una en impecable estado y cuenta que para conseguirla tuvo que apelar a la psicología. Le habían dicho que lo peor que le podía decir al dueño era que quería comprársela. “Entonces fui a preguntar si sabía dónde vendían una para restaurar y me quedé elogiándosela. Así le hice varias visitas hasta que un día me preguntó si no quería la suya”, recuerda Daniel entre risas. Un reconocido mecánico de Villa Elisa, don Oscar Casaes, lo mira divertido mientras mete mano en una “chata” V8 que, augura, “cuando la vean terminada no lo van a poder creer”.

“¿Mi pasión por los autos? Cuando era adolescente mi primero fue un Citroën y mi abuelo tenía hecha una traqueotomía y no podía hablar. Entonces se sentaba en la puerta de casa y cuando me veía llegar con un aparato nuevo se paraba y aplaudía. Esa imagen la llevo grabada en el corazón”.

En un sector de la antigua Sodería Palumbo hay varias reliquias en restauración y otras detenidas por causas de fuerza mayor desopilantes, como el caso de una Ford V8 de 1940 cuyo dueño la compró sin avisar en su casa, quizá para no blanquear los gastos que le demandaría restaurarla y como una suerte de travesura.

“Un día la mujer le encontró la tarjeta verde y al pobre se le pudrió todo”, se ríe Daniel.

Un Rambler Ambassador con 57 mil kilómetros reales; un Citroën 3 CV con 60 mil y la Chevy de una profesora de inglés de Villa Elisa que hasta tiene las cubiertas con las que salió de fábrica. Joyas, simplemente eso.

Latorre nació en Villa Soldatti pero hace muchos años una novia de City Bell le mostró Villa Elisa y se enamoró del lugar.

Un Isard 300 que marcó época y participó en carreras

Tiene una fábrica de etiquetas adhesivas y se define como “industrial”, porque dice que “empresario es muy fácil serlo pero industrial no”. Es padre de Julieta (31), Sofía (26), Victoria (20), Mateo (8) y Renata (3).

Richi Muller, su socio, está a cargo del área gastronómica del Almacén.

El loco de los locos autos locos tiene capacidad para estar horas y horas contando las historias de cada uno de esos fierros que laten. Sean autos que fueron de carrera como la coupecita BMW que descansa en un altillo o la enorme pista de Scalextric y los juegos ochentosos que ofrece para que “los pibes que vienen con los padres dejen un rato el teléfono celular” hasta un surtidor de YPF que se trajo del Cuartel de Bomberos de Berisso.

Todo parece tener una vida que ha valido la pena ser vivida.

“La vida no es una cuestión de años sino de las cosas que a uno le pasan”, dice Daniel, y se lleva las manos al pecho en un gesto que huele a tanque lleno pero que, al mismo tiempo, pide más.

 

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