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Eichmann en La Plata: el nazi, más allá de los conejos

Antes de que el Mossad lo atrapara en Buenos Aires, el ex SS Adolf Eichmann ocultaba bajo su rutina en la localidad platense una tarea solitaria cuyo propósito era reescribir la historia y, por disparatado o cínico que resulte, decirle al mundo su verdad. Años después, se conoce algo de esas ideas desvariadas y el lugar exacto donde las escribió

Eichmann en La Plata: el nazi, más allá de los conejos

En argentina, Adolf Eichmann se hacía llamar Ricardo klement / web

Facundo Bañez

Facundo Bañez
facundogb@eldia.com

9 de Enero de 2023 | 02:09
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-Los conejos siguieron -recuerda Norma-. El tipo ya se había ido pero quedaron los peones y los conejos. No sé cuánto tiempo habrá sido, pero estuvieron varios años.

La memoria viaja hasta esas tardes en que la granja era fuente de todo tipo de habladurías y su hermano mayor, Ismael, la frecuentaba con la secreta ilusión de una recompensa. Es un recuerdo impregnado de infancia y aventura al que se le escapan los detalles.

-Más de grande dejé de ir para esos lados y no sé bien qué pasó con el lugar -dice, como si finalizara el viaje-. El que debe saber es Orlando, estoy segura. Orlando vino años después, cuando al tipo lo agarraron, pero trabajó en las quintas y conoció bien ese criadero. Segura que él sabe.

***

En la rigurosa y monumental investigación Eichmann, un asesino de masas, donde se revela entre otras cosas que el ex SS mantenía viva la ilusión antes de su captura de volver al centro de la política, la autora alemana Bettina Stangneth detalla brevemente el paso del antiguo funcionario del Reich por el criadero “Siete Palmas” de Joaquín Gorina y aporta un dato que hasta ese entonces había sido ignorado: fue allí, entre la espera y el nacimiento de su cuarto hijo, donde decidió que saldría del anonimato para contarle al mundo su verdad.

El escrito más conocido de esos tiempos es la carta al entonces canciller Konrad Adenauer. Entre las razones puntuales que lo impulsaron a escribirla, la investigadora menciona el nacimiento reciente de su hijo -acompañado por el temor invernal de un embarazo a los cuarenta y seis años de su mujer- y el dolor visceral por tener que anotarlo como hijo ilegítimo de ella, pero incluye además en esa decisión -y lo hace basada en las propias anotaciones de Eichmann- la repulsión que le daba al ex SS lo que leía durante sus noches en la granja, a la luz de la vela o con las lámparas de querosene que tenía en la pieza de trabajo.

En ese tiempo ya circulaban las primeras publicaciones sobre el exterminio de judíos, gitanos y disidentes, y a todas las devoraba como fuente de inspiración para lo que pretendía desmentir y objetar. Al texto de Poliakov lo catalogaba como “literatura enemiga” pero no dejaba de leerlo ni de subrayarlo con odio. Tomaba notas en apuntes sueltos con el título de Allgemeinheiten (Generalidades) y escribía su versión de los hechos con el sueño cada vez más creciente y fantasioso de volver a Alemania como un ex militar.

Con la idea de publicarla en la editorial Dürer -montada por los partidarios del nacionalsocialismo Willem Sassen y Eberhard Fritsch-, la carta a Adenauer fue escrita unos meses después de que naciera su hijo y, de acuerdo a las especulaciones, enviada en 1956 desde la estafeta postal de la estación de Gorina.

Es hora de renunciar a mi anonimato y presentarme. Nombre: Adolf Otto Eichmann. Ocupación: SS Obersturmbannfuhrer a. D (teniente coronel)

 

Sin culpa ni remordimientos, acaso con la misma serenidad y flema que ostentaba en sus recorridas ante las fosas de cadáveres, el antiguo señor de las deportaciones se había propuesto presentarse no como el monstruo que decían los libros que era sino, tal cual lo repitió durante su juicio en Israel, como una pieza bélica obediente en el engranaje de la guerra. “Separado de su familia -precisa Stangneth-, tenía tiempo durante la semana para leer los libros que denunciaban sus actos y los objetivos de su vida y condenaban lo que él, ahora como antes, concebía como el logro de su vida”.

Más allá de la interpretación que hacía de sus lecturas, lo que sorprende de su época en la granja es la cantidad de material que escribió tanto con rigurosidad fechada como bajo una lógica caótica. No sólo fue la carta o los apuntes sueltos de sus Generalidades; también un manuscrito de ciento siete páginas titulado Dier anderen sprachen, jetzt will ich sprechen (Los otros hablaron, ahora quiero hablar yo), ensayos desordenados y corregidos con letra de hormiga; comentarios de libros, más de ciento cincuenta notas dedicadas a política internacional lo mismo que a la preocupación que le causaba el nivel educativo de sus hijos alemanes -en ese entonces de entre diecinueve y trece años- y hasta una novela de doscientas setenta páginas llamada Román Tucumán dedicada a su familia.

Eran noches de escritura febril y tardes donde, por más empeño que le pusiese al optimismo, su deseo de ser oído parecía imposible ante el silencio pampero del campo y sus demandantes conejos.

Por disparatado o cínico que pueda parecer, Eichmann intuía poco a poco que si quería dar a conocer su versión de la historia no lo haría al frente de esos corrales sino en la capital federal, cerca de los círculos políticos que, según creía y le aseguraba a su mujer, estaban ávidos por escuchar de primera mano lo que tenía para decir.

Cuando la rutina de juntar excrementos y limpiar los jaulones ya le resultaba un suplicio, a fines del 56, la idea de abandonar la vida de granjero cobró aún más fuerza ni bien los supuestos periodistas Sassen y Fritsch -el primero escribía Reichsruf (El llamado del Reich) y el otro publicaba en Buenos Aires la revista de extrema derecha Der Weg- le dijeron que querían escucharlo y editarle sus escritos. “Eichmann ubica la fecha de comienzo de sus apuntes en la época en que vivía ‘en la estancia’, es decir, a partir de marzo de 1955 -precisa Stangneth-. En los manuscritos, en la última parte del texto de ciento siete páginas, se encuentra una clara referencia a la crisis de Suez, de modo que sabemos que por lo menos las últimas tres páginas fueron escritas en octubre/noviembre de 1956”.

A diferencia de los emprendimientos anteriores, coronados todos por el fracaso, el ex teniente coronel de las SS podía ver en aquella temporada rural y en ese disfraz de cuidador de pollos y conejos una tarea que merecía también quedar asentada. Lo hizo al final en una de las tantas conversaciones grabadas con Sassen, ya en 1957, donde precisó que su estancia en Gorina le había permitido completar “una obra” que ahora, como respuesta a “todas las mentiras” que se decían de él, pretendía publicar.

Los libros, es sabido, jamás se publicaron. Y de las charlas de Eichmann con Sassen, también se sabe, aún quedan las cintas magnetofónicas en las que el criminal de guerra nazi -entre otras aberraciones discursivas- llegó a jactarse de que sus víctimas debieran contarse de a millones.

De aquellos días, por otra parte, la historia no reserva detalles sobre su vida amorosa o alguna relación eventual. La fama de mujeriego que se le suele atribuir en las biografías -sobre todo en la etapa como leñador en la Baja Sajonia, alejado por completo de su familia- también es puesta bajo la lupa en la minuciosa investigación de Stangneth, quien lo retrata como un hombre reservado al que podían no molestarle las bromas sobre los campos de exterminio pero al que le desagradaban por completo las charlas soeces o la mera idea de sugerir algo sobre su vida personal.

A juzgar por el material escrito que produjo durante la temporada en la granja, además, parece improbable que tuviera tiempo de amoríos o flechazos con alguien de la zona.

En su libro El desafortunado -un original y sutil relato que reconstruye los últimos años en libertad del arquitecto del Holocausto-, el escritor argentino Ariel Magnus apunta sin embargo una relación con una viuda de Ringuelet llamada Celia y retoma así, en clave narrativa, esa fama de mujeriego que más de un biógrafo le adjudica. “Recuperar ese espacio de libertad de entresemana -escribe Magnus-, que había estrenado en Berlín durante la guerra, le confirmó que las mujeres, en cualquier lugar del mundo, eran la mejor parte de la humanidad”.

Sean los manuscritos finalizados pero también los interminables e ininteligibles apuntes que dejó inconclusos, el llamado “material de la granja”, al decir de Stangneth, representa una prueba acaso más ignorada y compleja que las mil páginas de transcripción de las famosas Entrevistas Sassen. Hasta ahora lo único vedado es la novela de Tucumán, conservada por su familia y en la que, según lo declarado durante el juicio en Israel, habría pretendido dejarle un mensaje a las “generaciones futuras”.

De las maratónicas noches de escritura, se supone, nunca dijo nada y para los peones, el veterinario o los esquiladores que cada tanto lo frecuentaban no era otro que el cuidador de la granja de conejos. Con el tiempo, sin embargo, cuando se supo la verdad, los conejos continuaron dando lana pero a su antiguo cuidador ya le decían “el asesino de judíos”.

En Gorina, aún hoy, unos pocos recuerdan la historia y pueden ubicar el lugar exacto donde ocurrió.

Orlando, como dice Norma, es uno de ellos.

***

Orlando Reyes tiene setenta y tres años y llegó de Santiago del Estero en el 65, en tiempos en que el criadero ya no pertenecía a una familia de origen alemán ni se llamaba “Siete Palmas” pero aún mantenía caballos, chanchos y conejos.

-Funcionó hasta pasados los noventa -dice, y mira alrededor como si buscara algo que nadie ve-. La propiedad ya tenía otro dueño pero acá siempre se comentaba lo del nazi. En el pueblo lo sabían todos.

Son las tres de la tarde de un miércoles y del criadero sólo queda el alambre entretejido y sin uso de las viejas conejeras, a un costado del camino de entrada. La tranquera que marca el ingreso al campo se levanta a casi una cuadra de las antiguas vías del Provincial. La dirección exacta, por pedido de sus dueños actuales, aquí no será dicha. Y es lógico: temen que el lugar pueda derivar en una suerte de santuario o imán para neonazis y eventuales curiosos.

A esa hora el sol pega fuerte pero Orlando tiene el cuerpo acostumbrado. Son años y años de trabajar de parquero y de ir y venir por esas tierras como si hubiese nacido con ellas. Guía el recorrido y sonríe. Señala lugares. De un lado del camino, donde antes había jaulones y animales, ahora se alzan pilones de leña y una construcción que parece una dependencia de oficinas pero en cuyo interior funciona un negocio de repuestos de autos. Del otro lado, hacia el oeste, el horizonte recobra soledad y figura una postal de belleza pretérita. Más allá asoma un chalet escondido en medio del monte.

-Esa es la casa nueva -apunta él, sin variar el aire alegre y campechano-. Ni existía en aquel tiempo. La casita donde vivía el nazi estaba allá, debajo de esos árboles.

“Allá”, donde señala Orlando, es una construcción pequeña que de sus orígenes sólo conserva la puerta de madera. Lo otro que perdura es el horno de ladrillo, algo fantasmal entre la arboleda. El resto fue modificado o tirado abajo. Y de lo que se demolió, a unos pocos metros, aún queda un montículo formado por plásticos y fragmentos de antenas recientes pero también, como en una mezcla de tiempos y desechos, por pedazos de mampostería original, hierros, escombros y partes indescifrables de algún mueble viejo.

-La demolieron hará unos veinte años -dice-, cuando terminaron de construir la vivienda actual. Todos la conocían como la casa del nazi.

Una de las últimas personas que vivió en esa casa -hoy reconvertida o hecha ruinas, según el sector- es Ana Julia, quien llegó a Gorina hace veintidós años y era una nena cuando su padre decidió tirarla abajo.

-Le dijeron que había malas energías en el lugar -recuerda ella, algo risueña y con la memoria fresca-. El Brujo Manuel, el que era el curandero de la zona, vino hasta nuestra casa y le contó a mi papá lo que en realidad ya sabía todo Gorina: lo del nazi.

Ana Julia está parada frente al montículo de escombros que formaron parte de la vieja morada y cuenta la historia como lo que es: una historia de su infancia.

-Ahí vivimos con mi familia mientras se construía nuestra casa -recuerda-. Fue un tiempo. No era grande pero estaba bien; era cómoda. Tenía dos cuartos y una cocinita comedor, muy sencilla. Con el tiempo, ya en la nueva casa, mi papá me contó que en ese lugar había vivido Eichmann. Ahí me enteré. Y después se lo escuché a otros, a la gente más grande. Los vecinos de aquel entonces se acuerdan bien: la granja del asesino de judíos. Así le decían. Es la historia oscura del lugar...

Lo dice y no puede evitar otra sonrisa.

-La granja maldita -aporta Orlando, jocoso-. Era famosa hasta que después se olvidaron todos.

Los ojos le chispean con un raro regocijo y, sin dejar de disfrutar del aire grumoso que corre entre las ramas, suelta como si suspirara o hablara para él:

-Los que están igualitos son los fresnos. Estaban así de grandes y daban esta sombra. Lo demás, no. Lo demás está todo cambiado.

De su experiencia en esas tierras del noroeste platense, Orlando puede confirmar los varios nombres que pasaron por el criadero, citar dueños y fechas de épocas posteriores a la partida del nazi y recordar incluso que los últimos conejos que vivieron allí ya no eran de angora.

-La carne se exportaba -dice-. Y la piel también, era muy buscada. Pero los excrementos ya no se vendían como fertilizante; eso fue en la época del nazi.

A unas cinco cuadras de ahí, en su casa, Graciela desconoce los escombros del viejo criadero pero siempre supo que estaba al otro lado de las vías.

-Era fácil imaginarlo -explica, y repite como si necesitara subrayarlo-: no es alguien que valga la pena recordar o que merezca una placa, desde ya, pero tener memoria y conocer las cosas que pasaron es importante. Es parte de la historia, ¿o no?

A esas horas, el sol sigue ardiente y en Gorina se oyen unas pocas chicharras, alguna moto que hace explosiones a lo lejos y el estribillo pegadizo de una canción que viene de la fábrica. De los tiempos en que Eichmann trabajaba en “Siete Palmas” y el Ferrocarril Provincial estremecía la tierra cuando llegaba de Buenos Aires, resonante en medio de la nada, quedan intactos algunos árboles y las vías casi enterradas del viejo ramal.

Lo demás, como dice Graciela, es parte de la historia.

***

Poco tiempo después de que se fuera de la granja, en mayo de 1960, Adolf Eichmann fue capturado en Buenos Aires por un grupo del Mossad -en la célebre “Operación Garibaldi”, por el nombre de la calle donde residía en esa época- y llevado de manera secreta a Israel, donde fue enjuiciado y, luego de casi dos años en prisión, ejecutado en la horca.

Para entonces, recuerdan en Gorina, ya ningún chico buscaba recompensa.

 

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