Ocurrencias: políticos matriculados
Edición Impresa | 6 de Agosto de 2023 | 02:29

Alejandro Castañeda
afcastab@gmail.com
Se rompe el lavarropas y uno exige un matriculado para repararlo. El mismo título se lo reclamamos al gasista y al electricista, no al carpintero, porque su oficio tiene un aura amateur que al parecer no necesita certificar sus martillazos. Los profesionales tienen siempre el diploma bien a la vista y casi todos a los que uno acude para resolver asuntos sacan a relucir algo que lo acredita como idóneo.
Pero curiosamente jamás se le pide una matrícula a este desfile de prometedores que nos acechan desde toda cartelería, pidiendo que el domingo que viene les demos el sí, cuando tanto escasea la confianza y la ilusión. Todos, eso sí, quieren ganar, como sea. Es lógico. Y apelan a una retórica compartida que aburre y desanima. Por eso siempre pongo, como ejemplo de ser algo más que una rareza, aquella actitud de Carlos Reutemann, en 2002, cuando sorpresivamente le dijo a Duhalde que no quería ser candidato a presidente, una nominación que, se acuerdan, tenía el éxito garantizado de antemano. Nadie lo cuestionaba. Entonces, el dedo de Duhalde, -siempre hubo dedos invencibles- bastaba. “No quiero ser candidato porque vi algo raro”. Fue el único hombre de la historia argentina que rechazó ser presidente con todo servido. Y se marchó en silencio, respetando un modo de ser que estaba hecho, más que de mesura, de lejanías, un dirigente abreviado y escueto, acostumbrado a la soledad, en el tractor y en la Fórmula Uno. Merece que ese gesto sea valorado. No el Lole gobernante, que después jamás estuvo a la altura de aquel renunciamiento. El “No” aquel, asombró. “Vi algo raro”. Jamás explicó qué o quién era ese fantasma que se paseaba entre los pasillos presidenciales, acechando desde las sombras, como la Rebecca de Hitchcock. Lacónico y enigmático, nunca dio pistas. Recién ahora nos venimos a desayunar que lo que vio aquel Lole fue lo que quizá puedan entrever gran parte de los electores: una suerte de circo ambicioso, con pocas excepciones, que comparten métodos, mañas y objetivos y que está lejos de la agenda de la gente en tiempos de confusión y desoriente.
El indeciso es discreto y leve. Un ateo frente a los santos que posan en el cuarto oscuro
Jamás se le pide una matrícula a este desfile de prometedores que nos acechan desde toda cartelería
Por eso deberíamos exigir gente matriculada en las boletas, con presupuesto en mano y experiencia probada, certificado de buena conducta y conocimientos más o menos generales, un capital escaso en estos días de indecisiones y agresiones, donde hasta los silencios mienten y los miedos se acostumbraron. El filósofo (y filoso) Fernando Savater dijo con ironía: “No me he decidido a presentarme en ninguna lista para estos comicios, de modo que tendrán ustedes que resignarse y votar a los demás. No ha sido el miedo escénico ni la pereza lo que me han hecho renunciar al honor cívico, sino la humildad: ¿Quién soy yo, un simple macarra madrileño, para codearme con el refulgente escuadrón de héroes y sobre todo heroínas que vienen a salvar a la democracia progresista”.
Quizá por esta sensación de desánimo tan extendida uno de los elencos mejor posicionado en casi todos los comicios, últimamente, es un grupo que nadie conduce y nadie reivindica: el de las personas que no quieren elegir, que se niegan a concurrir a las elecciones, que desconfía de toda preferencia y que bajo la forma del voto en blanco y la ausencia expresan su desconcierto, su decepción y sus reparos. Lo hacen sin alharaca pero con decisión y disciplina. El indeciso es discreto y leve. Un ateo ante los santos que posan en el cuarto oscuro. Ni siquiera pretende contagiarle al vecino su desgano. Es un dato que se ha venido dando en todo los países y que expresa una indudable indiferencia cuando no un abierto rechazo a las ofertas disponibles. No están en contra el sistema, porque la democracia sigue siendo el único camino. Militan en silencio contra nombres y modos de una clase entre demoledora, insensible y arrogante que se la pasa descalificando al otro mientras alrededor el votante sobrevive como puede habitando una quebradiza realidad en medio de un estado de indignación excesiva.
Como dijo el español Juan José Millas: los políticos viven de la realidad pero no en la realidad.
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