Actos incompatibles con la concordia y el sistema democrático

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Una verdad básica del sistema democrático es que la posibilidad de disentir pasa por ser una de sus características esenciales. Sin embargo, ese principio no puede verse degradado a través de los métodos violentos y bochornosos puestos en práctica por grupos militantes, como los que anteayer atacaron a piedrazos a los efectivos de las fuerza federales muy cerca de la sede del Congreso, incendiaron autos, entre otros desmanes, escudados bajo el pretexto de que se oponían al tratamiento en el recinto del Senado nacional de la llamada Ley Bases, finalmente aprobada con una votación ajustada.

El gravísimo incidente, que replicó al registrado en años anteriores, implica un manchón para la política del país y debiera ser repudiado tanto por las principales figuras de la oposición como del oficialismo.

Lo actuado por grupos militantes, que incluyó el lanzamiento de bombas Molotov, mostró la presencia de agrupaciones de la izquierda trotskista, organizaciones sociales denunciadas por el Gobierno por malversar el dinero de ayuda a los pobres, sectores gremiales combativos (poca CGT, mucha CTA), el kirchnerismo duro y los violentos ocasionales de siempre, según se pudo observar afuera del palacio legislativo. Se prepararon para crear un escenario caótico y lo consiguieron aunque no pudieron frenar el debate en el recinto.

Se incendiaron al menos dos autos particulares –uno de ellos el perteneciente a una cadena informativa de Córdoba- se destruyó el mobiliario de la plaza para obtener piedras. Se estuvo durante varias horas, claramente, en un escenario elegido adrede para lesionar a la institucionalidad y a la concordia ciudadana.

Si en los procesos electorales, que afortunadamente se mantienen en nuestro país desde 1983, una fuerza política pierde las elecciones y y su administración cae derrotada, le corresponde asumir el papel de opositora, mientras que al gobierno electo el de impulsar los programas que propuso en las campañas. La soberanía popular impone esas obligaciones.

Ni a la oposición puede atacar físicamente al Congreso y presionar a los legisladores para que voten como ella quiera –el pueblo no gobierna sino por medio de sus representantes- ni, claro está, ningún gobierno electo debería proponer normas que puedan avasallar derechos de las minorías circunstanciales. Pero la solución, en esos casos, no está en apedrear al Congreso o en desatar batallas callejeras, sino en apelar a la Justicia como tercer poder protagonista de la vida republicana. Sólo ella puede revisar la constitucionalidad de las leyes.

Lo del miércoles puso en la calle una muestra –no espontánea, por cierto, sino planificada por una conjunción de grupos minoritarios- de actos de barbarie que resultan inexcusables. Las actitudes de esos grupos nada tienen que ver con el sistema democrático. Además de generar riesgos para la integridad física de las personas, ponen en peligro la convivencia cívica e institucional del país.

Cabe insistir en que, más allá de todo juicio de valor que pueda suscitar la tarea de cualquier funcionario o gobierno, lo que debe primar es el respeto a las personas y a las investiduras.

No sólo se ha dicho que nada impide que los ciudadanos disientan y, llegado el caso, hagan saber su opinión a las autoridades, sino que, inclusive, todo sano espíritu de confrontación fortalece a la democracia.

Pero siempre respetando esos límites, ya que al transponerlos se quebrantan reglas de convivencia que son básicas para la vida civilizada.

Admitir estas muestras de violencia sería promover la anomia como modelo social, cuando lo que corresponde es que se le reclame a la sociedad –a todos los habitantes y funcionarios que la componen- sujetarse a los términos institucionales de la vida bajo el imperio de la ley.

 

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