Sullivan
Edición Impresa | 12 de Octubre de 2025 | 03:54

Por MARÍA VIRGINIA GUTIÉRREZ EGUIA
Al fin nos mudamos. Fue una mañana de diciembre del año 2005 mientras el sol del verano nos acompañaba. Los chicos corrían por el jardín, andaban en bicicleta y trepaban a los árboles, locos de contentos. La casa significaba para la familia, un sueño cumplido ya que habíamos vivido durante ocho años, la edad de Pedro, el mayor de los chicos, en un pequeño departamento, donde nacieron también Valentino y Julia. Recuerdo que Marga nos ayudó. Ella me cuidó desde niña y siguió haciéndolo con mis hijos. Siempre conmigo, en cada casa que habité. Ese día trabajamos mucho organizando el nuevo hogar. Limpiamos pisos, desarmamos cajas, ordenamos ropa y juguetes hasta que se hizo de noche. Y ya cansados, nos quedamos los cinco tirados en el pasto, mirando el cielo. A Julio le gustaba jugar con los nenes a encontrar la Cruz del Sur, las cuatro estrellas misteriosas de los navegantes. Les contaba historias sobre el mar y esas mismas estrellas, que orientaban a los barcos perdidos, en las noches despejadas. Después de la cena, preparamos un solo cuarto para los cinco, arriba. Acomodamos colchones en el piso con almohadas y mantas livianas para dormir. Nos acostamos y, en silencio, disfrutamos de la brisa fresca que entraba por la ventana.
De repente escuchamos el tren. La casa vibró como en un sismo. El ruido crecía. Temblaban las paredes y los vidrios. El chirrido agudo de la locomotora sobre las vías nos estremeció. Durante el día, entretenidos, los chicos no habían notado su paso.
—¿Podemos ver el tren ahora?— insistieron.
Y asomados al ventanal que daba a la calle, en la planta alta de la casa, nos dispusimos a esperar para contemplarlo. Guardo la imagen de mis tres hijos descalzos, en puntas de pie, expectantes y curiosos, con sus pijamitas suaves de algodón.
A lo lejos, el sonido de las campanadas en la estación de Tolosa, a unos metros de la casa, anunciaba la salida de un nuevo tren. El ruido metálico de las ruedas sobre los rieles y la bocina estridente advirtieron su marcha. Desde la estación la locomotora aceleraba dejando la estela de humo negro que flotaba en el aire. Olía a gasoil en el ambiente. El tren rugió frente a nosotros y una vez más, la casa vibró. Su paso les generaba nerviosismo y asombro. Las risas se alzaban y surgían mil preguntas a la vez:
—¿Cada cuánto pasa? ¿A dónde va la gente? ¿Quién lo maneja?
—¿A qué se parece el ruido del tren? ¿A un trueno? ¿A un puma rugiendo?
—¡A un monstruo enojado!—dijeron, mientras imitaban a Sullivan, el gigante de la película Monsters, Inc., frunciendo la nariz y levantando sus manitos rígidas en forma de garras. Eufóricos, dieron vueltas en círculo en torno a nosotros, incansables, a la espera de otro y otro tren de pasajeros.
Esa noche, el tren pasó hasta que nos quedamos dormidos, acunados por el sonido incesante de locomotoras diésel y vagones sobre rieles en el barrio tolosano.
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