Milei entre la épica del cambio y las tensiones internas: poder, influencia y el riesgo de la “nube tóxica”

El gobierno de Javier Milei transita una etapa clave tras las elecciones intermedias, que fortalecieron su margen político y alimentaron la idea de un “cambio irreversible”. Ese concepto, repetido en la intimidad oficial, se sostiene en la convicción de que llegó el momento de acelerar reformas profundas sin necesidad de pactar con la oposición. El oficialismo interpreta que la sociedad convalidó su rumbo, y que ahora es la oportunidad para avanzar a fondo, sin matices.

En términos estratégicos, el acuerdo que se está construyendo con Estados Unidos adquiere un papel central en esa narrativa. Más allá de la afinidad ideológica con Donald Trump, la apuesta es ampliar vínculos económicos, potenciar inversiones y reconfigurar la inserción del país en el mapa global. En el entorno presidencial, entienden que este alineamiento permitirá consolidar el programa económico con un respaldo externo que no tuvo el gobierno anterior.

Pero mientras la proyección internacional crece, en el frente doméstico emergen tensiones que complejizan el tablero. El liderazgo silencioso pero determinante de Karina Milei se afianza día tras día. Su manejo de la estructura política, su capacidad para ordenar y su rol en los movimientos clave dentro del Gobierno la posicionan como una figura central, a la altura —o incluso por encima— de varios ministros. El reciente ascenso de actores cercanos a ella, junto con la reconfiguración de áreas sensibles del Estado, confirma que el equilibrio interno gira alrededor de su influencia.

El desembarco de Diego Santilli como ministro del Interior también abre una nueva etapa. Su misión no será fácil: deberá mostrarse capaz de recomponer puentes con gobernadores que reclaman señales concretas y no discursos. La gestión territorial, en un contexto de ajustes y expectativas, será una prueba de fuego para sostener el proyecto político en el mediano plazo. Santilli, además, deberá demostrar que su peso específico no se diluye frente al poder creciente de la hermana presidencial ni ante la puja silenciosa de otros sectores aliados.

En paralelo, el gobierno enfrenta un nuevo desafío: el escándalo vinculado a los audios de Diego Spagnuolo, el exfuncionario que mencionó supuestas maniobras de corrupción ligadas a contratos con laboratorios. Aunque la administración libertaria busca desligarse del caso y presentarlo como un hecho individual, el episodio instala dudas sobre la transparencia de algunos tramos de la gestión. Ese ruido, en medio del impulso reformista, amenaza con erosionar el discurso de pureza ética que Milei enarbola desde campaña.

Al mismo tiempo, Patricia Bullrich —convertida en figura clave dentro del esquema de seguridad— intenta dejar su propia marca e influir sobre el rumbo político general. Su rol opera en un delicado equilibrio: respaldar al presidente sin perder identidad, mientras se proyecta hacia un futuro en el que las tensiones internas inevitablemente se reconfigurarán.

La foto del momento muestra un Gobierno en expansión, con ambiciones globales, voluntad de reformas profundas y un núcleo de poder cada vez más concentrado. Pero también un oficialismo que convive con sus propios fantasmas. La promesa de un cambio profundo está en marcha, aunque deberá demostrar que puede sostenerse sin fracturas internas ni manchas de corrupción. El riesgo, como siempre en la política argentina, es que la nube tóxica —esa que parece desvanecerse pero vuelve— termine opacando la épica del tiempo histórico que Milei cree estar escribiendo.

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