Ocurrencias: el mojón volvió a la ciudad que lo había abandonado

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Alejandro Castañeda

afcastab@gmail.com

¿Cómo y por qué fue a parar a Bolívar este viejo mojón de 1882 que ahora fue repatriado? ¿Quién y cómo lo llevó? ¿Robo, vandalismo, refundiciones?

Estos mojones fueron considerados piezas necesarias para la nivelación y demarcación del suelo en el deslinde, división y amojonamiento de La Plata. Llegaron aquí antes que todo. Su retorno nos enseña que los objetos inertes también nos cuentan cosas y que tras enseñorearse, como parte de la gesta inicial de una ciudad cero kilómetro, los mojones venían a testificar que todo era recién nacido. Su emplazamiento formó parte del ajuar de una aldea que nunca tuvo niñez pueblerina y que estaba predestinada a rozar la grandeza y la novedad desde el primer ladrillo.

Es de hierro fundido, pesa más de 700 kilos y posee la inscripción “1882”, un doble recuadro con la leyenda “Gobernador Dardo Rocha”, el escudo de la Provincia y un óvalo con el texto “Fundición de - B. Zamboni e Hijos – Buenos Aires”. La pieza se encontraba en el Museo Municipal “Florentino Ameghino” de la ciudad de Bolívar y, tras su restitución, será restaurada y emplazada en nuestra ciudad.

Es el único ejemplar que ha quedado de los setenta que Dardo Rocha había distribuido en las esquinas céntricas. No se sabe cuándo fue definitivamente separado de sus 69 hermanos de fierro. Pero ahora retornó a su casa natal, reviviendo quizá los primeros trajines de una comarca que cuando él llegó no era nada más que una aldea que se preciaba de ser planeada, un pueblerío donde lo sorpresivo iba a estar prohibido y toda su escenografía respondería a una disciplina superior que privilegiaba el orden y la simetría, una creación de ingenieros estrictos que con sus planos y mediciones le fueron sustrayendo espontaneidad a esa niñez urbanística. Por eso su cuadrícula inviolable prefirió que las calles llevaran números y nombres, como para que nadie pudiera extraviarse en ese entramado rígido y circunspecto que no dejó ni mínimo margen para que lo incierto y lo inimaginable pudiera encontrar un lugarcito.

El Intendente de La Plata, días pasados, al recibir de su colega bolivariano semejante souvenir, aprovechó la presencia de esta antigüedad abandonada, para precisar que el espacio público debe ser ocupado por cosas valiosas -de arte o de historia- o por nada, tratando de prolongar de alguna manera la impronta de aquellos diseñadores que le dieron de entrada a este paisaje un señorío que mezclaba modernidad, grandeza y decoro, donde todo estaba destinado y no permitía intrusiones fuera de programa.

De cosas perdidas están hechas también las ciudades, de objetos que un día fueron y recién ganan alguna atención cuando alguien nota su ausencia, de referencias con futuro asegurado que en este eterno rehacer han quedado traspapeladas, como este mojón guarecido en Bolívar, lejos de su domicilio natural, que ahora retornó para erigirse como único sobreviviente de una familia de objetos decorativos y prácticos donde todo había que señalarlo porque nada tenía un ayer que lo bautizara.

La Plata nació sin pasado, sin pioneros visibles que la fueran criando de a poco. Tenía como la realeza un destino predestinado y hacia allí se encaminó cada ladrillo. Estos mojones venían a confirmar que estaba concebida para ser distinta, imponente y galante en medio de una pampa de yuyales ariscos que habrán recibido asombrados este ejército de albañiles que fueron levantando palacetes oficiales entre tantas lejanías desérticas. Como no estaba nada, todo tuvo que ser inaugurado. Por eso la aparición de cualquier objeto añoso que haya podido sobrevivir a un ayer planeado hasta en su desgaste, se recibe como un pariente perdido y reencontrado.

En esta ciudad nueva todo había que señalarlo porque nada tenía un ayer que lo bautizara

Estas poquitas cosas fundacionales recuperadas son naufragios en tierra firme que vienen a recordar una ciudad que de tan nueva tiene una escasa colección de antigüedades. Los administradores de recuerdos y rarezas tienen que hacer maravillas para poder darle sentido, protección y valor a lo poco que van descubriendo. La sensación es que nada ha quedado oculto, que toda la ciudad vive a flor de piel y que por eso celebra cuando aparece alguna pieza doméstica que el tiempo ha perdonado y que sirve para imaginar ese ayer donde todo era un interminable empezar.

Esta discusión sobre la ocupación del espacio público debería tener en cuenta al menos tres dimensiones: la estrictamente política, la patrimonial y la vecinal. Lo cierto es que para seguir adelante no nos queda otro medio que volver hacia atrás. Y en ese atrás podrán aparecer, más allá de los edificios que le dieron de entrada el perfil de gran capital, restos de cosas que no tienen otro valor que el de haber estado allí, cuando este caserío daba los pasos iniciales, sin otro mandato que el de señalizar y acompañar los albores de una aldea que por soñarse en grande y mirar siempre al porvenir, a veces dejó en el camino algunas cosas gastadas que valen cada vez más porque se perdieron para siempre.

En estas columnas he tratado de defender el valor sugerente de lo inexplicable, la chance de que La Plata pueda llevar en sus entrañas algún misterio, al menos insinuado, como para incitarnos a seguir buscando. La historia enseña a dejar que el destino aliente ese reencuentro, fortuito o no, aceptar el abandono como condición esencial del hombre y honrar lo que el tiempo trae, aunque sea una de esas piezas que uno ni siquiera las daba por perdida porque no sabía que alguna vez habían existido.

La tecnología, un actor omnipresente, no cesa de presionarnos a “actualizar”. Lo preexistente se borra en beneficio de lo vigente y sólo lo actualizado queda a salvo, mientras lo demás se va eliminando porque no queda más sitio en la memoria. Necesitamos más sorpresas. Deberían lanzar un sigiloso concurso destinado a distribuir misterios en distintas barriadas y hacer una política pública para ir escondiendo secretitos al alcance del olvido. Como este mojón, distante y marginado, que ahora ha podido regresar donde alguna vez fue.

 

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