Ministro militar
Edición Impresa | 4 de Diciembre de 2025 | 02:53
Eugenio Kousovitis
eleconomista.com.ar
La designación del Teniente General Carlos Alberto Presti como ministro de Defensa de la República Argentina constituye un hito novedoso en la arquitectura civil-militar del país. Por primera vez desde el restablecimiento del orden constitucional en 1983, un oficial superior en servicio activo fue nominado para ocupar una cartera cuya dirección, tanto por praxis política como por consenso normativo implícito, había recaído de forma sostenida en figuras de extracción civil. Esta decisión implica una reconfiguración simbólica y operativa de la relación entre el aparato de defensa y la esfera política, suscitando interrogantes sobre los límites entre obediencia jerárquica y deliberación republicana.
Promovido por Karina Milei y convalidado por el presidente Javier Milei, el nombramiento de Presti se produce en un contexto de resignificación discursiva del rol de las Fuerzas Armadas: la ruptura de una lógica de gestión que, durante cuatro décadas, afirmó una conducción civil de la política de defensa como seña axial del pacto democrático. En palabras del exministro Oscar Aguad, se asoma aquí una tensión potencial entre funciones de comando operativo y dirección política que debe observarse con extrema cautela.
La decisión puede leerse desde dos racionalidades complementarias. Por un lado, una afirmación doctrinaria de cuño liberal-antipolítico, en la que el aparato estatal es concebido como ineficiente, y, por ende, su reestructuración se busca en agentes con prestigio extrapolítico. Por otro lado, puede interpretarse como una operación simbólica dirigida al ciudadano medio, quien demanda eficacia operativa antes que sofisticación tecnocrática.
Sin embargo, en la esfera interna de las Fuerzas Armadas y su entorno (el denominado “voto militar”), esta decisión podría generar asimetrías: si bien el Ejército recibe una validación política directa, la Armada y la Fuerza Aérea, que han demostrado niveles notables de profesionalización y compromiso institucional en las últimas décadas -y especialmente con el actual gobierno-, podrían percibir un relegamiento en la ecuación de poder castrense.
Transiciones en el Mundo
Este giro exige reintroducir en la discusión pública el concepto del “periodo de enfriamiento” (cooling-off period), una herramienta normativa y simbólica diseñada para garantizar la transición entre la obediencia vertical militar y la lógica deliberativa civil. En las democracias avanzadas, este principio funciona como salvaguarda estructural frente a la tentación de militarizar la política de defensa o politizar la jerarquía militar.
En Estados Unidos, la legislación federal (10 U.S.C. §113) establece un intervalo de siete años entre el retiro militar y la posibilidad de ser designado Secretario de Defensa. La aplicación de dispensas especiales ha sido excepcional y objeto de amplio debate legislativo. Figuras como Marshall, Mattis y Austin accedieron al cargo con exenciones parlamentarias que suscitaron controversias sobre la preservación del principio de supremacía civil.
Israel, desde 2007, regula con claridad el acceso de exjefes militares al campo político, exigiendo un trienio de desvinculación institucional. La norma apunta a evitar la continuidad de lógicas de mando en entornos donde debe primar la representación y el control político. En Europa Occidental, la combinación entre cultura institucional y derecho consuetudinario ha impedido que militares accedan a la conducción de la defensa. En Alemania, desde la fundación del Bundeswehr en 1955, la dirección de la defensa está reservada exclusivamente a civiles. En el Reino Unido, la imposibilidad legal de que oficiales en servicio ocupen bancas parlamentarias produce un efecto de distanciamiento funcional equiparable al del periodo de enfriamiento formal. Francia y España siguen lógicas similares, sustentadas en la afirmación de una defensa republicana conducida por cuadros políticos.
Chile, en su período posdictatorial, ha consolidado una práctica coherente con este paradigma, manteniendo un Ministerio de Defensa conducido por civiles, incluso en momentos de alta tensión interna o de reorganización doctrinaria militar.
Brasil, en cambio, ha oscilado entre modelos. La legislación permite que oficiales activos asuman funciones ministeriales, aunque exige su pase a la reserva a los dos años. La experiencia Pazuello, con un militar en actividad al frente del Ministerio de Salud, reactivó el debate sobre los límites necesarios entre milicia y política.
México presenta una excepción paradigmática: la Secretaría de la Defensa Nacional está estructuralmente liderada por un general en funciones, y la subordinación al poder civil se expresa a través del Ejecutivo nacional, sin intermediación política civil en la cúpula ministerial.
China, finalmente, ofrece un modelo en el que la distinción entre lo civil y lo militar es absorbida por la dirección partidaria. El Ministerio de Defensa opera como apéndice formal de una estructura de mando controlada por la Comisión Militar Central del Partido Comunista.
En este marco, el caso argentino aparece como una excepción de alta densidad simbólica. Si bien no existe impedimento legal expreso para la designación de un militar en actividad, la ruptura con una tradición de cuatro décadas de conducción civil en defensa reconfigura el equilibrio civil-militar y tensiona los límites del pacto institucional de 1983.
La nueva (a)política
El periodo de enfriamiento debe entenderse, por tanto, como un dispositivo de protección sistémica: no se trata de invalidar la competencia profesional de los cuadros militares, sino de preservar la autonomía de la decisión política, la pluralidad deliberativa y la representación republicana frente a lógicas de verticalidad.
Desde una perspectiva política contemporánea, esta decisión debe ser leída como parte de una estrategia discursiva que busca desmarcarse tanto del kirchnerismo como del macrismo. Si el primero postulaba una conducción ideológicamente alineada y el segundo reivindicaba una tecnocracia política con pretensiones de excelencia, el mileísmo plantea una ruptura total con el paradigma de la profesionalización estatal: su lógica anticasta impide imaginar un “equipo de notables”, pues todo saber técnico en el Estado se presume contaminado.
La consecuencia es la apelación a actores extrainstitucionales, una suerte de tecnocracia de base, despolitizada y ajena al aparato burocrático tradicional. Este corrimiento de la esfera política no está exento de riesgos: al debilitar los mecanismos de control y deliberación democrática, puede vaciar de contenido al propio principio de soberanía popular que dice defender.
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