Despiertan a golpes a una familia de La Plata y huyen con plata de una jubilación

De madrugada, mientras las víctimas dormían, tres sujetos encapuchados y armados irrumpieron en un domicilio y robaron de todo

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La combinación de inseguridad y violencia volvió a dejar huellas imborrables en una familia de San Carlos. El hecho sucedió de madrugada en calle 50 entre 140 y 141. Pasadas las 3 de la mañana, tres sombras encapuchadas emergieron como espectros de la oscuridad, introduciéndose en la vivienda de los damnificados para convertir el lugar en una escenario de terror y espanto. Así, lo que debía ser una noche de descanso, se convirtió en un infierno de golpes, gritos y desesperación.

A las 3 de la mañana, la dueña de casa, una mujer de 53 años, dormía profundamente, ajena al horror que estaba a punto de desplegarse en el seno de su hogar.

Pero el sueño se hizo añicos cuando sintió unas manos ásperas y brutales arrancándola de la cama. El miedo le cortó el aliento antes de que pudiera siquiera comprender lo que sucedía.

Sus captores no le dieron tregua y la arrastraron hasta la habitación de su padre, un hombre mayor de 85 años, quien despertó de la peor forma posible: con los puños de sus atacantes golpeando su rostro sin piedad.

“Dónde está la plata. Decime ya dónde la guardás”, rugían las voces cargadas de furia, mientras cada palabra venía acompañada de otro golpe que estremecía el cuerpo frágil del abuelo.

La mujer, paralizada, apenas podía respirar, sintiendo cómo el terror y la impotencia de no poder ayudar a su papá se apoderaban de cada fibra de su cuerpo.

En un rincón de la casa, su pequeño hijo de 3 años lloraba, sus sollozos apenas audibles entre el caos, una nota de angustia en medio del torbellino de violencia.

Los delincuentes se movían con una desesperación feroz, como si su tiempo fuera limitado, como si supieran exactamente qué buscar. Cajones arrancados de cuajo, armarios destruidos, objetos arrojados por los aires en un frenesí destructivo.

En cuestión de minutos, se hicieron con un botín valioso: una notebook, una consola de videojuegos, dos celulares y 200.000 pesos correspondientes a la jubilación del abuelo, que se encontraban guardados en una caja de zapatos.

Pero su sed de destrucción no terminó allí. Al darse cuenta de que había cámaras en la casa, arrancaron los dispositivos de seguridad del hogar y, con precisión quirúrgica, cortaron los cables de las cámaras vecinales. No dejarían rastro. No habría testigos. Solo el horror en la memoria de sus víctimas.

Pero lo peor aún estaba por venir. “Dónde tenés la plata. Esto es una batida”, insistieron con voces gélidas, palabras afiladas como cuchillos, buscando quebrar lo poco que quedaba de resistencia en la mujer.

Su mente giraba en espiral, atrapada entre la confusión y el miedo. ¿Era cierto? ¿Había sido traicionada? ¿O era solo una táctica cruel para atormentarla aún más y ver si le podían sacar más? Su hijo seguía llorando. Su padre apenas se sostenía en pie.

Mientras tanto, en el exterior, el barrio dormía. Ajeno. Indiferente. Nadie escuchó los gritos. Nadie sintió el terror que los envolvía. Los ladrones escaparon como sombras en la noche, llevándose mucha más que lo material: se llevaron la paz, la seguridad, la sensación de hogar.

Ahora, la Policía se mueve contrarreloj. Analizan las cámaras de la zona, buscando una pista, una silueta, un error que los delate.

También entrevistaron a los vecinos, esperando que alguien haya visto algo. Pero en el barrio solo hay miedo.

“Ya no se puede vivir así”, murmuran con los rostros sombríos, con la incertidumbre alojada en sus huesos.

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