Arquitectos en el cine: cómo “Megalópolis” y “The Brutalist” le responden con sus protagonistas al presente
Edición Impresa | 9 de Febrero de 2025 | 04:34

Por PEDRO GARAY
La arquitectura siempre ha sido protagonista en el cine. Hay películas rodadas en escenarios emblemáticos, desde el Guggenheim a las pirámides o nuestra Casa Curutchet, protagonista de “El hombre de al lado”. Creación de la modernidad, el cine ha sido también un testimonio de esos tiempos modernos, poniendo en escena la gentrificación de las ciudades. Y también han sido escenario de sus historias edificios derruidos, al borde del derrumbe, en los márgenes de pujantes urbes.
Los edificios y las ciudades en el cine han sido así un registro del pasado, del presente, y también de futuro, con numerosas películas proyectando en sus ciudades imaginarias fantasías y terrores del porvenir: de “Metropolis” y el expresionismo alemán a “Blade Runner” o “Dark City”, las visiones del futuro estuvieron atravesadas por el voraz avance tecnológico, reflejado antes que en robotitos o autos voladores, en los ominosos edificios y en las urbes de neón que aparecían en la pantalla.
Es decir: el cine cuenta, a través de sus escenarios, parte de sus historias. ¿Qué historia quieren contar, entonces, dos películas recientemente estrenadas y particularmente conscientes de la relación entre cine y arquitectura como “Megalópolis” y “The Brutalist”? En principio, ambas asoman como respuestas a los planteos de un clásico del cine sobre arquitectos: “El manantial”, la película de 1949 dirigida por King Vidor y basada en la obra de Ayn Rand, figura fundamental en el presente libertario, al punto de que la primera obra presentada en el renombrado Palacio Libertad fue “La noche del 16 de enero”, de la autora (aquella velada fue la primera de Milei y “Yuyito” en público).
El héroe de Coppola es ambicioso, pero a diferencia del héroe de Rand, quiere mejorar el mundo
Rand refinaría sus ideas “objetivistas” en su tercera y más famosa novela, “La rebelión de Atlas”, pero ya en “El manantial” aparecía su defensa del individualismo más acérrimo: “Mi filosofía”, describía ella, “es, en esencia, el concepto del hombre como un ser heroico, con su propia felicidad como propósito moral de su vida, con el logro productivo como su actividad más noble y con la razón como su único absoluto”.
En “El manantial”, su héroe, Howard Roark (encarnado por Gary Cooper), ve como sus ambiciosas ideas arquitectónicas colisionan una y otra vez contra los preconceptos de la sociedad. Pero triunfa, finalmente, en llevar adelante su visión, cueste lo que cueste, caiga quien caiga. Roark dice en la película: “Cada gran logro que tenemos ha sido posible gracias al trabajo independiente de una mente independiente. El mundo está en decadencia debido a una orgía de abnegación”.
La monumental "El Brutalista" esconde una épica del hombre pequeño
COPPOLA Y CORBET
Roark comparte similitudes con el César de “Megalópolis”, evidente alter-ego de Francis Ford Coppola, el director que para hacer la película puso plata (cientos de millones) de su bolsillo. Coppola tenía una visión e hizo todo para conseguirla: también César tiene una visión y encuentra obstáculos. Es un genio perturbado que puede detener el tiempo y sueña con una urbe utópica, aunque para construirla tiene que destruir una serie de viviendas sociales. Al final, gana César, aunque su triunfo, le responde Coppola a Rand, no es el motivo de su felicidad: César cree que su urbe utópica, la que da título a la película, cambiará el mundo. Abnegado, trabaja no para él, sino para la humanidad.
También Brady Corbet elige a un arquitecto genial como héroe en “The Brutalist”: no es casualidad. El cine y los edificios cuentan historias, y hacer una película y hacer cine son emprendimientos idealistas: el director como visionario, el mundo modificando, obstaculizando, irremediablemente, su visión.
Corbet construye en la nominada al Oscar “The Brutalist” la gran épica del hombre pequeño
Esa negociación entre artista y mundo es central en “The Brutalist”, donde el protagonista, László Tóth, pasa 30 años de su vida intentando llevar adelante su visión, pero quien paga es Harrison Lee Van Buren, que pone freno constante a su vuelo artístico. La película de Corbet, como la de Coppola, es una épica de gran escala, al igual que las ideas de sus alter-ego de la pantalla: pero Corbet muestra a su criatura completamente aplastada, una y otra vez, por el entorno. El dinero manda, la sociedad lo trata como un ciudadano de segunda por ser inmigrante. La meritocracia “randiana” es constantemente desmentida por el entorno. Y allí, de hecho, reside el heroísmo de Tóth (también su naturaleza trágica): en seguir a pesar de que no hay victoria garantizada, quizás no hay victoria posible.
Es el heroísmo de los pequeños hombres que Rand odiaba: para ella, el cine, la literatura, no debían tener héroes pequeños. Odiaba el cine social, odiaba “Qué bello es vivir”. En tiempos trumpianos, donde las ideas de Rand sobre los genios (individuales, varones) como fuerzas conductoras del progreso son compartidas como credo por los magnates de Silicon Valley (una forma de autoelogio, claro está) que financian estos tiempos poscapitalistas, Corbet también tiene un héroe visionario y varón, pero pone su propio ego al servicio de otra manera de ver el mundo: a lo largo de tres ambiciosas horas construye una épica monumentalista, pero es la épica del hombre pequeño.
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