La degradación de la política
Edición Impresa | 19 de Agosto de 2025 | 02:08

La campaña electoral, como ha ocurrido en los últimos años, parece encaminarse a una degradación del discurso político. El sectarismo y la polarización extrema y agresiva son una hipoteca para la aún incipiente democracia argentina. El sistema básicamente se basa en la igualdad de los ciudadanos y la pacífica alternancia en el poder. Lamentablemente, las dos fuerzas que han logrado mayor cantidad de sufragios en las últimas elecciones piensan que el otro llevará al país a un desastre. Desde el PJ se oponen a todo lo que anuncia Milei, y los libertarios en la práctica sostienen que todos los peronistas son “ladrones”. De esa manera, desnaturalizan el principio de que la alternancia en el poder es fundamental en el sistema democrático, porque creen que una derrota significa que inmediatamente el partido que no fue favorecido por la mayoría de la ciudadanía tiene el derecho de socavar la estabilidad del que logró la victoria y por lo tanto, debe gobernar.
Cada uno se considera el único representante del pueblo, y por lo tanto, el otro es el antipueblo. Así es como el debate político se basa hoy en acusaciones hasta de índole personal, intentando descalificar absolutamente al adversario político. En esas circunstancias rige el vale todo, y es aceptable difundir engaños como ya ocurrió dos veces con el expresidente Mauricio Macri del que aparecieron videos donde aparentemente sostenía todo lo contrario de lo que realmente dice. Ese ya es el punto casi de no retorno; se trata de ganar falsificando y defraudando.
Muchos responsabilizan de esa situación al uso de la Inteligencia Artificial, y en consecuencia suele sostenerse que la tecnología es la responsable del bajo nivel del debate político. En realidad, Internet produjo que los ciudadanos tuvieran acceso detallado a esas maniobras. Lo cierto es que ante ese intercambio de insultos y acusaciones ha crecido una sensación de hastío. La pantalla sólo visibilizó la triste realidad en la que muchas veces, nada menos que en el Congreso de la Nación, se dan espectáculos que tienen más que ver con peleas de adolescentes que con el intercambio de ideas que debiera ser la característica de las discusiones en ambas cámaras, Diputados y Senadores.
Según Javier Correa, director de la consultora Ad Hoc, el uso de insultos crece aceleradamente y de acuerdo a una estadística que hizo pública, realizada en las elecciones presidenciales de 2023, se registraron 660 mil insultos por mes. Ahora la cifra se duplicó. Las redes lo han facilitado, pero no fueron la causa de que el discurso político se manifieste a través de frases cortas, particularmente en X, y conteniendo groseras simplificaciones que reemplazaron la descripción de propuestas.
Parecen muy lejanos los tiempos en que los partidos presentaban plataformas que consistían en una exposición de los objetivos y de los medios para lograrlos, de quien se proponía como Presidente. Ello incluía detalladas descripciones de planes económicos, reformas sociales y de invertir en educación y cultura, entre otros aspectos que hacen a la vida de los argentinos.
Debe reconocerse que no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, y en democracias hasta hace poco tiempo consideradas modelo, se dan estas mismas circunstancias. El nivel de las campañas en Europa o en Estados Unidos ha llegado a diluir totalmente el intercambio de ideas. Para peor, los partidos o los candidatos, contratan expertos que los ayudan a presentarse como una mercadería que debe ser deseada.
Todo está permitido. Falsificaciones de toda clase sin que ello determine sanciones penales para quienes cometen lo que sin lugar a dudas es un fraude. En ningún país se han discutido seriamente normas para sancionar a quienes promueven estos engaños a través de las redes sociales.
La consecuencia es que cada vez un menor número de ciudadanos votan en las elecciones. Y aquellos que no están enrolados o comprometidos con un partido reciben el mensaje, que en esencia es “yo soy el mal menor, vote contra el otro”. Así se genera la falta de esperanza en que una fuerza política sostenga los ideales con los que el votante puede coincidir y sufrague con la ilusión de que es posible superar la crisis económica, y comenzar la construcción de una sociedad en la que todos tengan la posibilidad de vivir dignamente.
Toda discrepancia o crítica siquiera de un matiz es considerada un atentado. Quienes ejercen el poder deberían tener la responsabilidad de pacificar los ánimos, pero están muy lejos de hacerlo.
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