Conversión permanente

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Por DR. JOSE LUIS KAUFMANN
Monseñor

Queridos hermanos y hermanas.

El pecado - aversión a Dios - ocupa un lugar significativo en la historia de la Salvación, pero también lo ocupa, y aún más, la conversión, es decir el cambio positivo de conducta como respuesta del ser humano al Amor de Dios.

En el Antiguo Testamento, que prepara la venida salvífica del Mesías, la conversión tiene manifestaciones exteriores como son las frecuentes prácticas ascéticas y los ritos penitenciales, tales como el ayuno, el vestir de arpillera, el dormir en el suelo y cubrir la cabeza con ceniza, el ofrecer sacrificios expiatorios.

Con la llegada de Jesús, “en este tiempo final” (cf. Hebr 1, 2), desde Juan Bautista se predica la conversión, sobre todo como cambio interior. La invitación de Jesús a la conversión implica un nuevo modo de ver y de juzgar las cosas, una conversión radical y estable, una vuelta plena a Dios y un repudio absoluto de todo lo que le desagrada.

Jesús ha venido a llamar a los pecados para que se conviertan y encomienda continuar este llamado a los discípulos. Ahora las manifestaciones externas de conversión son secundarias, pero no por eso carecen de importancia. La lucha contra el pecado implica un espíritu de sacrificio.

El Señor Jesús es muy claro y categórico, sin ambages y dirigiéndose a todos, “a la multitud, junto con sus discípulos”, exhorta: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mt 16, 24-36).

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí y por la Buena Noticia, la salvará” (Mt 16, 24-36)

Si bien la conversión comienza con un acto personal positivo, enseguida pasa a ser un estado permanente, continuo, sin descanso, lo que significa vivir en la presencia de Dios y actuar en todo y siempre para gloria de Dios.

La conversión del ser humano a Dios es una respuesta provocada por la gracia divina a la invitación de Dios, que al invitar otorga también aquello mismo que pide como respuesta. Esto se puede llegar a comprender desde una actitud humilde y confiada en el Ser que no defrauda y cuyo Amor es indescriptible y hasta incomprensible. Por eso el profeta Jeremías clama: “Conviérteme y yo me convertiré, porque tú, Señor, eres mi Dios” (31, 18).

Poner el propio corazón en Dios es convertirse y significa la disposición sincera de poner todos los medios para vivir sin retaceos como Dios quiere. Es Dios Quien siempre tiene la iniciativa, es Él que nos invita a tener un corazón contrito, reconociendo con dolor nuestros propios pecados y decididos a no reiterarlos nunca más. Para los que ya están bautizados, la conversión permanente se expresa en la celebración frecuente del sacramento de la reconciliación o confesión, pero también en actos de mortificación y penitencia.

San Juan Pablo II, al comienzo de su Pontificado dijo: “Todos debemos convertirnos cada día. Sabemos que ésta es una exigencia fundamental del Evangelio, dirigida a todos los seres humanos (cf. Mt 4, 17; Mc 1, 15)… Convertirse significa dar cuenta también de nuestras negligencias y pecados, de la cobardía, de la falta de fe y esperanza, de pensar únicamente de modo humano y no divino… Convertirse quiere decir buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día, dominarnos…” (08.04.1979).

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