El hombre que miraba

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Siete Sacos solo miraba. Miraba siempre desde el fondo de un alma que parecía no sentir los rigores del cuerpo que la llevaba. Un alma sin frío, sin temor a la lluvia, sin preocupaciones por la noche.

Miraba sin incertidumbre.

Siete Sacos no pedía, no robaba y no aceptaba nada que estuviese más allá de los límites de la calle.

Miraba, y sus ojos recorrían las almas de los que se cruzaba.

Y entonces los examinaba y les ponía nota en un cuaderno invisible.

Un cuaderno que quizá ahora esté leyendo en companía.

Ahí, en el zaguán donde suelen juntarse los duendes y los ángeles.

 

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