El capítulo más trágico en la historia de Buenos Aires

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Osvaldo Pamparana (*)

opamparana@gmail.com

En la memoria colectiva de los porteños están grabados de manera indeleble los aciagos días de los primeros seis meses del año 1871 en que el flagelo de la Fiebre Amarilla se abatió sobre la ciudad de Buenos Aires. La enfermedad que comenzó el 26 de enero se expandió rápidamente por toda la ciudad hasta en los barrios más alejados, sin perdonar clases sociales o diferenciar mansiones residenciales de miserable conventillos.

Nada se sabía de esta enfermedad, las teorías miasmáticas eran las que prevalecían entonces. Los enfermos se debatían entre vómitos negros y atroces dolores y morían dramáticamente y sin medicación, no las había. El barrio de San Telmo, el Socorro y La Boca presentaban el tétrico aspecto de una sola humareda producidas por fogatas por doquier, a lo cual se agregó la disposición de quemar alquitrán en grandes vasijas ubicadas en cada esquina. La falsa idea es que purificaba el aire.

Así transcurrían los días sin dejar de ver cajones o cadáveres, envueltos sólo en un sucio y escaso género, en cada esquina. La mayoría eran niños. Los cajones no alcanzaban, tampoco los espacios para enterrarlos. Las iglesias funcionaban como hospicios, lazaretos improvisados. El cementerio del Sud fue rápidamente colmado y no había un solo lugar más. El del norte no recibía a muertos por Fiebre Amarilla. Desertaban todos, los carpinteros, los cocheros, todos.

Se debieron tender en forma urgente vías a terrenos donados en la Chacrita de los estudiantes (Campo de deportes del Colegio Nacional). Allí se construyó el nuevo cementerio y hacia el llegaba el “tren fúnebre” colmado sus vagones de cajones y cadáveres. .

La consigna era salvar la propia vida y comenzó el éxodo masivo. Ya no eran sólo los ricos, los políticos y los jueces quienes se marchaban. Muchos, incluso personas humildes que dependían de un jornal abandonaron sus trabajos. A veces también las propias familias eran abandonadas. Los inmigrantes aterrorizados colmaban la capacidad de los buques y regresaban a su patria de origen. Otros no se atrevían a salir de sus casas y se acurrucaban espantados ante la posibilidad del contagio. En la primera semana de marzo ya habían huido 53.425 personas.

Esta peste horrorosa señaló el capítulo más trágico de la historia de la ciudad de Buenos Aires, pero también el más altruista. Héroes civiles de abnegación heroica arriesgaron sus vidas en la asistencia y solidaridad al más necesitado. Se destacan los doctores abogados José Roque Pérez y abogado y médico Manuel Argerich, ambos miembros de la Comisión de Salud creada al efecto de la luctuosa epidemia. Pertenecían a los más altos grados de la masonería y llevaban a la práctica el lema ¨La salud del pueblo como ley suprema¨. En poco tiempo ambos murieron por la enfermedad, lo mismo que otras 14 mil personas.

(*) Bioquímico. Autor de “Fiebre Amarilla – Historia de un cuadro - Buenos Aires bajo ataque”

 

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