El rechazo a la corrupción como una cultura
| 30 de Mayo de 2019 | 16:24

Por David Carrión Mora*
@elbuenlawyer
Demostrado está que el combate a la corrupción ya no es un problema de cantidad y calidad de normas jurídicas.
En Latinoamérica, por señalar solo como un ejemplo el sonado caso de la compañía brasileña Odebrecht, observamos que el fenómeno de corrupción se agravó cuantitativamente ya sea por la magnitud de los hechos, por las cifras involucradas, y por el rango jerárquico de los funcionarios responsables (presidentes en su mayoría).
Una de las conocidas formas del nacimiento de la corrupción es que empresas privadas financien campañas políticas, lamentablemente se intenta justificar este tipo de corrupción atribuyéndole un falso carácter benéfico “democratizador” afirmando que “quien no tiene recursos no puede hacer política y no puede acceder a un cargo de representación”. De esta manera el financista se asegura el cierre de futuros negocios, obviamente celebrados con márgenes de utilidad que le permitan recuperar su “inversión”, el cumplimiento de la condición suspensiva de triunfar en la elección popular, pone en marcha un sistema de “retorno” de los compromisos en favor de los “aportantes” a la campaña electoral exitosa. Para que eso sea posible, el nuevo gobierno necesariamente deberá́ tomar rumbos de evasión de controles, de trampas en pliegos de oferta, de amañamiento de licitaciones, de contrataciones directas, declaratorias de emergencia, sobreprecio, suscripción de contratos con costos adicionales, desmantelamiento de controles, prórrogas, etc. Llevar a cabo todos esos actos y procedimientos tramposos requieren de “expertos”, quienes no sólo cobran altas tarifas sino que además, como todos aquellos que juegan algún rol en un trámite ilegal, llevan “su parte” –ellos y sus necesarios cómplices en pago de este “servicio” imprescindible para poder “devolver” los “favores recibidos” requeridos durante la campaña electoral.
Esta manera errónea y corrupta de hacer política, no sólo se reduce a los políticos de pocos recursos que llevan a cabo esos comportamientos para poder “emparejar” sus posibilidades con los políticos ricos; todos, pobres y ricos, en la política, se ven inclinados a financiarse de este modo. El político pobre porque lo necesita y el rico porque no piensa poner de su bolsillo, ambos, si son corruptos, utilizarán el mismo procedimiento.
Sumado a ello el hecho de que se comprueba que el grupo beneficiado por los negocios y las trampas está constituido por una elite integrada por unos pocos dirigentes y funcionarios –cuando no parientes directos-, que están ligados entre sí.
Es por ello que la tarea cultural consistiría en que esos medios de financiamiento no existan, o en que sean perseguidos severamente, o prevenidos con eficacia, o dificultados en su empleo con convicción. De lo contrario, si están disponibles, alguien los tomará.
En estos últimos tiempos la corrupción se ha puesto de manifiesto también como un instrumento eficaz “aprovechado” por algunos para la persecución política y mediática –también judicial- de los ex funcionarios y políticos de los gobiernos salientes y ello ha provocado un agrandamiento de la repercusión y del impacto de las noticias vinculadas a ella. No debemos olvidar que es muy baja la confianza en las denuncias por corrupción porque casi la totalidad de ellas se produce en el marco de la oposición al gobierno de turno y provienen de sus actuales o eventuales adversarios; siempre, la denuncia proviene de la oposición política –cuando no económica-; pocas veces desde la propia fiscalía o los estrados judiciales y menos aún de las mismas filas de los denunciados.
Carece de importancia desde qué posición política se produzca la corrupción, se puede ser corrupto desde la derecha, el centro o la izquierda.
Con todo lo mencionado, sería necesario construir verdaderos instrumentos para una lucha contra la corrupción y que éstos sean producidos por la cultura, primero; y, por la política después como una consecuencia necesaria e inevitable. Recién ahí́, en una renovación de valores será posible construir instrumentos jurídicos eficaces que expresen esa nueva cultura. En otras palabras, mientras en nuestros países la corrupción sea motivo de envidia, de “risas en las reuniones”, de tomárselo a la ligera, o de un anhelo de las nuevas generaciones por la obtención de dinero fácil, es muy poco lo que se puede hacer con eficacia en el campo jurídico.
Si no contamos con un verdadero rechazo cultural a la corrupción y a sus protagonistas y partícipes: públicos y privados, no será́ posible encarar un combate serio contra este mal que aqueja a las administraciones públicas latinoamericanas en general.
*David Carrión Mora es quiteño, abogado litigante, especialista en derecho internacional y escritor de opinión.
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