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Séptimo Día |PERSPECTIVAS

El ansia de volar, una constante en la literatura

Una tendencia que viene de los griegos y romanos. El vuelo de Icaro y los casos contemporáneos de Calvino y Cortázar, entre otros. El poeta que se rebeló contra la ley de gravedad

El ansia de volar, una constante en la literatura

La Leyenda de Icaro sobre el vuelo de los hombres

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

1 de Noviembre de 2020 | 08:50
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Siempre el ansia de volar. La inteligencia y la sensibilidad son cualidades humanas que, a través de sueños, en muchas obras literarias y artísticas, siempre buscaron acercarse a la alternativa física del vuelo. Aún cuando sea una posibilidad inalcanzable para el cuerpo, el espíritu siente ese llamado.

En estos días en que corren tiempos poco propicios, no pocos novelistas, cuentistas, poetas, guionistas de cine y TV, siguen haciendo levitar a sus personajes, les ponen alas y los envían a volar. Ese deseo primitivo, plasmado también ahora por creadores contemporáneos, desafía por cierto las inclemencias dominantes de un presente distópico, abrumado por la tecnología y la falta de entusiasmos.

El deseo humano de volar viene desde la Antigüedad. En el canto 20 del libro II de sus “Odas”, el poeta romano Horacio (65 a de C- 8 a de C) le dice a Mecenas: “Con alas potentes y nunca vistas, poeta de dos formas, hundiré el azul espacio, sin detenerme largo tiempo en la tierra, y más grande que la envidia, abandonaré sus ciudades”.

Claro que el ansia de vuelo se encuentra en gran parte de la literatura griega y uno de los casos más emblemático se da en “Las aves”, la comedia de Aristófanes. Pero, desde luego que el mito griego más popular es el de Icaro, aquel temerario que con alas construidas con plumas de pájaro embadurnadas en cera desoyó los consejos de su padre, Dédalo, que le pidió que volara a media altura, ni cerca del sol ni de la espuma del mar. Pero, deslumbrado en la travesía se acercó al sol, las alas del primer idealista se derritieron por el calor e Icaro cayó al mar para desaparecer.

Dos mil años después, en una exquisita crónica titulada “¡Abajo la ley de gravedad”, Mario Vargas Llosa (1936-) cuenta que a mediados del siglo XIX, en las candentes tierras del nordeste de Brasil tuvo lugar una sublevación campesina liderada por un carismático predicador, el apóstol Ibiapina, contra el sistema métrico decimal. Los rebeldes decidieron asaltar tiendas y comercios para destrozar los nuevos pesos y medidas, con el propósito de terminar con los kilos, los metros y todo aquello que midiera unidades e impusiera otra cultura.

Vargas Llosa cuenta después que esa pintoresca revuelta traducía, en realidad, el espíritu creativo de la América indisciplinada, que se vio acentuado a partir de los movimientos independentistas. Habló allí del “rechazo de lo real y lo posible en nombre de lo imaginario y la quimera”, por parte de los nativos. Y añadió Vargas Llosa: “Nadie la ha definido mejor que el poeta peruano Augusto Lunel, en las primeras líneas de su Manifiesto: ´Estamos contra todas las leyes, empezando por la ley de gravedad´.

Eso, contra la ley de gravedad. El italiano Italo Calvino (1923-1985) extrajo de esa idea madre buena parte de su obra y su novela “El barón rampante”, cuenta la historia de un niño europeo que se pelea con su padre mientras almorzaban en el castillo familiar. El chico abre la ventana, se trepa a un árbol y a partir de allí no baja nunca más. Crece, viaja por toda Europa columpiándose de árbol en árbol, su vida es esa levitación y allí, en lo alto de la copa de un árbol morirá anciano, asistido por un sacerdote que debe ser izado con poleas para darle la extremaunción.

Muerto a los 62 años, muy tempranamente para la vastedad de su talento, Calvino dejó inconcluso un libro de ensayos que se llamaría “Seis propuestas para el próximo milenio”, en el que proyectaría los valores literarios que él consideraba superiores. Entre ellos, la levedad, la rapidez y la consistencia.

Sobre el primero de esos valores –la levedad, que los críticos relacionaron de inmediato con el mensaje central de “El Barón rampante”, escribió Calvino: “En los momentos en que el reino de lo humano me parece condenado a la pesadez, pienso que debería volar como Perseo a otro espacio. No hablo de fugas al sueño o a lo irracional. Quiero decir que he de cambiar mi enfoque, he de mirar el mundo con otra óptica, otra lógica, otros métodos de conocimiento y verificación. Las imágenes de levedad que busco no deben dejarse disolver como sueños por la realidad presente y del futuro... “.

Todo reino hostil termina por abrirse, porque “siempre se abren las alas de los cisnes”, escribió el surrealista poeta peruano Lunel, citado antes por Vargas Llosa. El y otros están diciendo que existe también otra realidad además de la cotidiana.

HERNÁNDEZ, CORTÁZAR

Este pasado viernes se habrán cumplido cien años del nacimiento del poeta español Miguel Hernández (1910-1942). Nadie más arraigado a la tierra que aquel pastor de cabras de Orihuela, nadie más comprometido con la vida y la muerte. Detenido por el franquismo por su condición de intelectual republicano (la guerra civil había concluido en 1939), se vio obligado a recorrer un largo peregrinaje por distintas cárceles, hasta concluir en la de Alicante, ya enfermo de bronquitis primero, de tifus y finalmente de tuberculosis, gravemente afectado por las pésimas condiciones de su cautiverio.

Allí Miguel Hernández, despojado por completo de recursos y de alternativas, escribió para su pequeño hijo Manuel Miguel las recordadas “Nanas de la cebolla”, en una de cuyas estrofas, a pesar de las cadenas que le quitaban libertad y de la muerte que lo llamaba, le dijo: “Tu risa me hace libre/ me pone alas/ Soledades me quita/ cárcel me arranca”, para transmitirle luego a su Manolito (a quien en la década del 80 pudo verse después, trabajando en la sección Encomiendas de la Estación Atocha de Madrid) este legado: “Vuela niño en la doble/ luna del pecho/ El, triste de cebolla/ Tu, satisfecho/ No te derrumbes/ No sepas lo que pasa/ ni lo que ocurre”.

Otro codicioso de alturas y de vuelos –pero con el tirafondo de una visión irónica- fue Julio Cortázar (1914-1984), que en uno de sus cuentos nos presenta a un tenor italiano, de baja altura, vestido con medias tres cuartos color blancas, que emociona al público ubicado en las plateas entonando dulces arias de ópera, El lirismo es de tal intensidad que, de pronto, se ve a dos ángeles que toman suavemente al tenor desde los hombros y comienzan a ascender, en una levitación acompañada por los gorjeos cada vez más emotivos del cantante, que ya se encuentra a cuatro o cinco metros de altura. Sin embargo, al llegar el momento en que el tenor a tener que encarar la nota crítica y aguda, la del final, dice Cortázar, “los ángeles lo soltaron”.

En Cortázar convivieron varias realidades: la real, la fabulosa, la onírica, la disparatada. ¿Qué otra explicación podría darse a que le haya concedido el prólogo de su {opera prima –”Rayuela”- a aquel extravagante humorista que fue César Bruto? Ocurre que en introducción Bruto vuela dos veces. La primera, para despegar: “Me gustaría venirme golondrina para agarrar y volar a los paix adonde haiga calor...”, dice, en su lenguaje dislocado, que hoy podría considerarse de vanguardia.

Y el segundo vuelo es cuando uno ya ha visto y vivido todo y entonces, concluye Bruto, “ha nadie ni nadies lo salva de acabar en el más espantoso tacho de basura del desprestigio humano, y nunca le van a dar una mano para sacarlo de adentro del fango en mundo entre el cual se revuelca, ni mas ni meno que si fuera un cóndor que cuando joven supo correr y volar por la punta de las altas montanias, pero que al ser viejo cayó parabajo como bombardero en picada que le falia el motor moral”.

VUELOS Y MAS VUELOS

Mary Poppins sedujo a millones cuando descendió del cielo con un paraguas y Peter Pan con su ubicuidad aérea sigue encandilando los ojos de millones de niños. Buena parte de la literatura infantil se desarrolla en la altura, entre las nubes, con personajes alados o provistos de poderes voladores.

En 1970 el escritor estadounidense Richard Bach (1936- ) escribió en forma de novela “Juan Sebastián Gaviota”, una pequeña e inocua fábula que en cuestión de semanas vendió millones de ejemplares en el mundo entero. Durante más de diez meses apareció como el libro más vendido en numerosos países. Fue como un libro de bitácora, pero aéreo, de una gaviota que aprendía a vivir y a volar.

Lo notable es que treinta años después, la escritora surcoreana Sun-Mi Hwang (1936- ) publicó “La gallina que soñaba con volar” , otra especie de fábula inspirada en el libro de Bach que se convirtió en un éxito inmediato, manteniéndose desde hace más de diez años en la lista de libros más vendidos en Corea del Sur y otros países. Fue traducido a más de una docena de idiomas y su argumento es sencillo: como lo dice el título, es la historia de una gallina que sueña con volar, que, pese a su pesadez, busca llegar con sus alas torpes a la libertad.

Pidió volar, pidió lo mismo un hombre bien metido en la tierra como Mario Benedetti (1920-2009): “No te rindas, aun estas a tiempo de alcanzar y comenzar de nuevo/, aceptar tus sombras, enterrar tus miedos, liberar el lastre, retomar el vuelo./ No te rindas que la vida es eso, continuar el viaje, perseguir tus sueños/, destrabar el tiempo, correr los escombros y destapar el cielo”.

 

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