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Espectáculos |EL DESTACADO DEL FESTIVAL DE CINE LATINOAMERICANO DE LA PLATA

Fernando Spiner: “Cualquiera puede trascender a través de la expresión artística”

El Fesaalp organizó una retrospectiva del cineasta que filmó con Fellini, se le plantó a la dictadura y realizó un corto con Spinetta: siete de sus películas pueden verse gratis hasta el domingo

Fernando Spiner: “Cualquiera puede trascender a través de la expresión artística”

“La Boya”, documental de Fernando Spiner

Pedro Garay

Pedro Garay
pgaray@eldia.com

2 de Diciembre de 2020 | 02:42
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Fernando Spiner filmó con Fellini, rodó un western gaucho y dos películas de ciencia ficción en Argentina, escribió a cuatro manos con Ricardo Piglia y grabó un cortometraje con Luis Alberto Spinetta: esa carrera increíble, de película, es el eje de la retrospectiva que le dedica el Festival de Cine Latinoamericano de La Plata (Fesaalp), que mostrará siete de sus filmes hasta el domingo.

Para Spiner, de 61 años, es la tercera retrospectiva que le dedican en tres años: en 2018 fue homenajeado por el Museo del Cine porteño, y en 2019, en el Festival de Cine Latinoamericano de Trieste: “Siempre es halagüeño que alguien se ponga a ver lo que hiciste y que eso merece ser compartido”, afirma el director en diálogo con EL DIA, una charla en la que repasó su trayectoria película por película, comenzando, claro, por el corto seminal, “Testigos en cadena”, un trabajo que se le plantó en la cara a la dictadura en 1982.

“Empecé a aprender a hacer cine haciendo ese corto, fue mi primer cortometraje”, recuerda Spiner, quien por entonces estudiaba en la escuela de Simón Feldman, y había conformado con un grupo de amigos Contraplano, con quienes buscaban autogestionar sus películas. 

“Durante un año nos reunimos a trabajar en los guiones: el objetivo era hacer un corto cada uno, ayudarnos a hacerlo y ayudarnos a reflexionar sobre el guión”, recuerda el cineasta de “La Sonámbula” y “Aballay”. Así, “Testigos en cadena” tiene “un trabajo de un año sobre el guión para un corto de 10 minutos: yo creo que eso es lo que lo sostiene por sobre todo”, analiza Spiner.

El cortometraje, que se podrá ver en el Festival, es protagonizado por un fotógrafo reportero que es testigo de un asesinato frente a su apartamento, y registra el hecho con su cámara. La policía cataloga el crimen como suicidio, mientras el fotógrafo descubre que en las paredes de la víctima hay fotos de otro crimen. El fotógrafo, claro, corre peligro. Pero la película señala como, siempre, hay testigos. “No era una película panfletaria, era un poco metafísica… pero sin nombrar a la Dictadura, se sabía de lo que se hablaba”, dice hoy Spiner sobre un corto atravesado por sus vivencias personales en aquellos tiempos oscuros.

“Era muy consciente de la tragedia de la dictadura, perdí muchos amigos, el tema me pasaba rozando, me iba salvando… Sin pretender transformarme en un héroe, porque eran épocas muy difíciles, encontré la manera de expresar lo que pensaba: que estos tipos siempre iban a tener un testigo que los señale”, lanza Spiner.

Y “la película fue premonitoria de lo que pasó en Argentina”, dice el director, “donde más allá de la Ley de Obediencia Debida y Punto Final y los indultos, la lucha de las Madres y la sociedad logró que esos asesinos terminaran en buena medida presos. La película es premonitoria de eso: toda la sociedad fue testigo de la atrocidad y no dejaría de señalar a los culpables”.

El corto de aquel Spiner todavía principiante, en formación, sin recursos, llevó varios años y mucho ingenio: fue realizada con cámaras prestadas, de forma precaria, con película de 16mm “vencida, comprada en el mercado negro, que había sido robada de los equipos que filmaron el Mundial 78”. “Para poder hacerla, escribimos un falso guión para pedir autorización a la Policía para filmar en la calle”, cuenta Spiner. La película se proyectaría luego de forma clandestina, durante el año en que la dictadura comenzaba su agonía final, como “un aviso a una sociedad dormida”.

LOS AÑOS ITALIANOS

Aquella fue la película que Spiner llevó al Centro Sperimentale Di Cinematografía de Roma, y “gracias a ese corto pude entrar a la escuela y estudiar allí tres años”. Era todavía una era de gigantes en el país europeo, “estaba vivo el gran cine italiano, estaban vivos Fellini, Monicelli, Ettore Scola, Bertolucci… Fue ir a un país con una historia cinematográfica extraordinaria, y quienes hacían ese cine eran los profesores de esa escuela”.

En aquellos días, Spiner trabajó en películas como “Ginger y Fred”, de Fellini, y luego se metió en la industria italiana, haciendo sus primeras armas. Tras tres años, regresó al país, y a través de Marcelo Figueras entabló una relación amistosa con Fito Páez. “Y Fito me presentó a Luis, de quien yo era devoto: mi adolescencia fue Almendra”, comenta Spiner: con el primero filmaría “Ciudad de pobres corazones”, y con el segundo, “Balada para un Kaiser Carabela”, un corto que rodó en Gesell, su lugar en el mundo.

“Le propuse hacer el corto y vino gratis. Y compuso la música original. El corto no tenía otro objetivo que hacer un experimento artístico, pero fue un hito en mi vida, haber podido compartir con Spinetta un acto de creación artística”, recuerda el cineasta que tras aquella experiencia grabó el recordado video de “Ciudad de pobres corazones”, que tuvo su propia historia: se robaron los masters, y tras una gran operación policial y mediática que incluyó a Olmedo suplicando por el material, los recuperaron.

“Balada…” (1987) se proyectó solo una vez en el país y luego, como tanta memoria audiovisual argentina, cayó en la oscuridad: en 2018 fue recuperada por el Museo del Cine, y esa es la copia que muestra el Fesaalp, hasta el domingo.

CINE Y MEMORIA

Tras aquellas experiencias musicales, Spiner volvió a Italia, buscando “armar una coproducción y laburar”. Pero la década del 90 lo vio otra vez en nuestro país, ahora iniciando una carrera en la televisión.

Su primera experiencia fue en la recordada telenovela “Cosecharás tu siembra”: ¿era un momento de deponer al autor para ganar el pan? “Cualquier cosa que uno haga con amor, con una búsqueda y con honestidad, es autoral, aunque se trate de unos spaghetti con pomodoro”, opina Spiner, aunque, acepta, aquel aprendizaje le tardó en llegar.

“Necesitaba vivir, laburar: la posibilidad de construir el oficio de director de cine en Argentina es muy pequeña, las películas son esfuerzos de productores contra todas las dificultades, que antes eran mucho mayores que ahora: solo se podía filmar en 35mm, necesitabas una cantidad de dinero importante y no era sencillo lograr un subsidio o un crédito, o encontrar inversores…”, explica aquellos días. “Así que cuando me ofrecieron entrar a trabajar a la tevé, y lo primero que me ofrecieron fue una telenovela, sentí un poco de vergüenza, era un género que me avergonzaba hacer, pero en la decisión de hacerlo hubo un gran aprendizaje personal para mí: me permitió llegar a la conclusión que te mencioné, que uno puede transformarse en autor de cualquier cosa. Y, por otro lado, comprendí el concepto de arrastrarse en el barro, de tirarse a la tierra y no creerse que uno es no sé qué cosa…”

Spìner afirma que en la tevé “adquirí el oficio que necesitaba: dirigí 120 capítulos, fue un año de dirigir todos los días, y de dirigir a grandes autores, emblemáticos, como Lautaro Murúa, ¡nuestro Marlon Brando! De esos actores fui aprendiendo a dirigir, con el equipo técnico aprendí a resolver una gran cantidad de secuencias por día: fue un espacio de formación importantísimo”.

Y esa experiencia le abrió las puertas de proyectos más arriesgados como “Zona de riesgo”, “Poliladron” y “Bajamar”, “una experiencia televisiva autoral” que “fue subir un escalón de exigencia técnica”: todo era preparación para lo que vendría, “La sonámbula”, su primer largometraje de ficción.

Estrenada en 1998 y parte de la retrospectiva del Fesaalp, la película funciona como una especie de reverso de algunos temas de “Testigos en cadena”: si en aquella siempre iba a haber un testigo, en esta el espectador se enfrenta a una amnesia colectiva, una advertencia contra la pérdida de memoria, sobre la necesidad de “mantenerla viva, para no caer en las mismas tragedias”.

Un tema, acepta Spiner, con resonancias con el presente y el universal, que nunca perderá vigencia porque “quienes se beneficiaron con la dictadura manejan hoy grandes fortunas: olvidar el horror seguramente es parte de sus objetivos”. 

“La sociedad evoluciona, avanzamos hacia el ideal de una sociedad libre, libre de prejuicios, de pobreza, de desigualdades, y quienes son privilegiados no van a querer que nada cambie… No va a dejar de resonar: la lucha será larga, y desigual. Por eso, cuando alguien hace una película de la dictadura y se escucha en el coro ‘¡otra vez la dictadura!’... Sí, otra vez. Y nunca será suficiente: bienvenidas las películas que nos recuerden el horror para no volver a repetirlo”, lanza.

“La sonámbula” es una película de ciencia ficción, “el más político de los géneros”, en un país que no hacía ciencia ficción, y que por aquellos años hablaba poco de la dictadura en cine. Acontece en un mundo donde los militares ganaron la Guerra de Malvinas, y “entonces, no los saca nadie del poder y al llegar el Año del Bicentenario siguen controlando todo, pero ya a un nivel extremo, al punto de que la gente no recuerda nada y ellos les dicen quiénes eran, dónde vivían, a qué se dedicaban”.

Una distopía firmada por Ricardo Piglia, con quien Spiner coescribió el guión: cuenta el director que, tras leer “Respiración artificial” y “La ciudad ausente”, llevó una primera versión del proyecto al escritor y “fue él el que me dijo: ‘si vamos a hacer ciencia ficción, no hagamos Philip Dick, busquemos una tradición propia en la literatura de Borges, Bioy, Cortázar, un fantástico nuestro”.

DE LA LUNA AL DESIERTO GAUCHO

En su filmografía seguirían una serie de documentales y, luego, el regreso a la ciencia ficción, aunque ahora con un proyecto mucho menos ambicioso, chiquito: “Adiós, querida Luna”. Spiner explica que “no hubo una decisión en mi de abordar el género, sino que lo fui encontrando” debido a la coyuntura: el encuentro de la literatura de Piglia impulsó “La Sonámbula”, y la crisis del 2001 empujó a la creación de “Adiós, querida Luna” (2004).

“En medio de una de las crisis más grandes de Argentina, quería concretar una película: encontré una obra de teatro de Sergio Bizzio, ‘Gravedad’, y vi que era una obra sobre tres astronautas en una nave espacial, algo que se puede hacer en un estudio, lo que minimiza el riesgo del rodaje, y de pronto conseguí un estudio por dos semanas… Ví una película posible de hacer en ese momento”, cuenta sobre la cinta que se proyecta en el Fesaalp.

Entonces, Spiner convocó “a un equipo explicándoles que no había un mango pero que eran solo dos semanas, y en un momento donde no se hacía nada en Argentina. Les propuse que lo intentemos, y que si la película encontraba después una vía comercial, dividiéramos las ganancias”.

Cinco años después, cuando, en otra Argentina, Spiner consiguió fondos para filmar el proyecto que llevaba dos décadas intentando montar desde los 90, y convocó a aquellos que le habían dado una mano un lustro atrás: “Con todo el mismo equipo con el que hicimos, gratis, ‘Adiós, querida Luna’, pudimos hacer ‘Aballay’, una película más grande, donde todos cobraban”, se ríe Spiner.

Revancha, como la que se relata en el western gauchesco basado en un relato de Antonio Di Benedetto, sobre un gaucho que se vuelve penitente tras matar a un hombre y ver la mirada de su hijo, y ese hijo, que busca venganza.

“Desde el año 90 tengo el deseo de hacerla: iba a ser mi primera película, cuando volví de Italia, incluso encontré un productor italiano… Pero así es la vida del cineasta: estaba a punto de hacer mi primera película con un millón de dólares, estaba viendo campos en Italia para el rodaje, y de repente todo se cayó. Y terminé filmando desfiles de modelos en Super VHS. El oro y el barro, permanentemente”, dice Spiner: el proyecto tuvo muchos capítulos, incluyendo dos años trabajando con productores franceses a partir del éxito de “La Sonámbula” (quebró la productora) y, diez años más tarde, un intento de coproducción en España que también se cayó.

“Por suerte ganamos un premio de un concurso del Bicentenario, y obtuvimos los recursos para una película que era muy grande, aunque para poder hacerla tuvimos que hacerla en seis semanas, y hasta se nos retiró un financista… Los temas de siempre en el cine, es así, hay que aceptarlo. Por suerte, pude hacerla, y fue una fortuna hacerla en 2009 y no en los 90, porque ahí sí ya tenía la madurez y el oficio para poder hacer la película, una empresa muy difícil, en esas circunstancias”, comenta Spiner.

UN PROYECTO PERSONAL

Pasaron ocho años hasta su siguiente trabajo en cine, “La boya” (2018), su última película hasta “Inmortal”, proyectada la semana pasada en el Festival de Mar del Plata, y que se estrenará el año que viene, cuando haya salas (“ojalá las condiciones no sean las de siempre”, dice en referencia al gobierno de los tanques hollywoodenses sobre las pantallas, “pero estamos dispuestos a dar pelea”).

“La boya”, que también se verá en el Fesaalp, es un documental personalísimo: Spiner vuelve cada año a Gesell para encontrarse con el poeta y amigo de la infancia y de la juventud, Aníbal Zaldívar, y nadar hasta una antigua boya que este soltara en el mar a pedido del padre de Aníbal.

Es una película sobre “la potencia de la poesía”, la amistad y el mar, gestada durante años de cafés y libretas garabateadas con Zaldívar, “una experiencia mucho más que cinematográfica para mí”, con música de su hija, su madre, todavía viva, en la pantalla, y la presencia de Gesell.

“Empecé a sentir que podía ser una película hace unos diez años”, cuenta Spiner. “Cada entrada mar adentro era una charla sobre la poesía, el mar, Walt Whitman, Pessoa, los griegos… Y mientras yo estaba ahí, a 500 metros de la costa, viendo a la gente chiquitita, pensaba: ‘Si pudiera compartir esto a través de lo que hago con aquellos que no pueden venir hasta acá, sería increíble’”. 

Y “esa idea empezó a crecer en mí a partir de participar de esas charlas sobre la poesía y el mar que daba mi amigo”, cierra el cineasta. “Allí descubrí un abordaje llano, simple, no pretencioso a la poesía, y empecé a elucubrar una máxima que termina siendo el corazón de la película: cualquiera puede trascender a través de la expresión artística”.

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