Maxi Albanese, el pibe que guardaba pastito de la cancha en la billetera
Edición Impresa | 1 de Marzo de 2020 | 03:15

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
Pasarían algunos años y varias muertes para que se hiciera familiar el concepto de “gatillo fácil” y bastante tiempo más y algunos escándalos de corrupción para empezar a hablar de la “Maldita Policía”. Pero la muerte de Maximiliano Albanese estuvo lejos de ser un caso “gatillo fácil”, aunque el disparador lo hizo con un arma reglamentaria y en su casa lo esperaba, colgado de una percha, el uniforme azulado de “la institución”.
Por aquel tiempo, en junio de 1990 el barrio de La Favela de Ringuelet no tenía la fama que alguna vez le darían un par de familias narcos que no harían más que mortificar y ensuciar a los vecinos decentes de esa barriada. Maximiliano Albanese había sido criado en una de esas casas por Lalo y Alicia, una pareja de eternos laburantes, transparentes, confiables, buena gente como la mayoría de sus vecinos de por aquel entonces.
pastito de la cancha
“A ver cuándo te conseguís un laburo”, le dijo Lalo a Maxi mientras le estiraba un billete amarronado con la cara de Justo José de Urquiza. Eran 5 australes y era otra vez la misma broma a la hora del mangazo para salir a bailar. Y la misma respuesta del pibe: “andá, dejá de joder viejo, no te podés quejar”.
Y era verdad que ni Lalo ni Alicia ni sus hermanos tenían para quejarse. Porque Maxi era un pibe sobre el que en todo el proceso judicial que siguió a su asesinato no hubo un sólo testimonio que diera cuenta de lo contrario. “Bueno, estudioso y de respetar a la gente”, decían en el barrio.
Maxi Albanese puso esos cinco australes en la billetera y los acomodó junto a lo que consideraba su pequeño gran tesoro: un celofán con un puñadito de pasto de la cancha de Gimnasia. Un trofeo que guardaba de aquella vez en que, de casualidad, había podido pisar aquel césped que amaba.
De todo lo que había en La Plata para ir a bailar, entre “lo mejorcito”, decían, estaba el Centro de Estudiantes de Chubut. Se ponía “tan bueno”, como se decía entonces, porque los organizadores procuraban equilibrar el ingreso de varones y mujeres permitiendo solamente que entraran parejas. Entonces ante esa ley, había que encontrar la trampa y los pibes y pibas se organizaban en las esquinas para formar parejas ficticias que, una vez dentro del boliche, apenas duraban un chau.
En eso estaban Maxi y sus dos amigos en la esquina de 3 y 48 en esa madrugada del 3 de junio de 1990. A pocas cuadras de ahí, en la sede albiazul se celebraba un nuevo aniversario y acaso Maxi, pese a ser muy hincha, quizá no lo sabía.
A la espera de un grupo femenino al que poder encarar y proponerle el “¿Chicas, podemos entrar con ustedes?”, Maxi y sus dos amigos esperaron en la esquina del CECH.
Era ya la una de la mañana, bastante tarde para las costumbres bolicheras de ahora, cuando se aparecieron los tres jinetes de aquella muerte injusta.
Eran el agente de policía Héctor Ferrero y sus amigos Fabio Nievas y Carlos Navarro.
Estaban vestidos como cualquiera de los pibes que merodeaban la zona, a la espera de una chica que les hiciera “la gamba” para poder entrar “al de Chubut”.
Pero uno de los recién llegados tenía una mirada especial, torva. Los otros dos no miraban a los ojos. El que mostró el arma dijo “vení, soy policía”. Ni Maximiliano Albanese ni sus dos amigos discutieron la orden y caminaron hacia la esquina. De nada servirían los supuestos “testigos” que se presentaron hablando de una resistencia que no fue.
“Vos sos menor”, le dijo el que se había presentado como policía y le había pedido el documento.
Maxi se encogió de hombros y retrucó: “tengo permiso, mi viejo sabe que vine”.
“Conmigo no te hagás el vivo”, estalló Ferrero y le empezó a pegar, mientras los otros dos delincuentes se llevaban a los amigos de Maxi hasta la puerta del Hotel Imperio, sobre la diagonal 77.
A esa hora “las chicas”, verbigracia de las trabajadoras sexuales que habían parado ahí por décadas en la puerta del hotel estaban ocupadas, se diría después, para justificar que ninguna de ellas vio nada.
Entre patadas y trompadas Maxi cayó de rodillas. Y Ferrero lo ejecutó de un tiro apenas por encima de la nuca.
Con el arma todavía humeante, se subió a un taxi y escapó junto a sus cómplices.
Dos horas más tarde Maxi murió en el Policlínico al que llegó con apenas un hilo de toda esa vida que le quedaba por delante.
Con ayuda de testigos, el número del disco del taxi y otros datos, la policía llegó algunas horas después a la casa de Ferrero que por entonces cumplía funciones en la comisaría Tercera de Berisso.
Se entregó, dio su arma y dijo que se le había escapado el tiro al golpear al “detenido” con la culata para que “se quedara quieto”.
Junto a Nievas y Navarro estuvo preso siete meses. Cuentan que no la pasó tan mal como si hubiese sido un preso “común” de esos que no podían alojarse en el pabellón especial que tenían en Olmos los presos policías.
el arma celosa
Mientras tanto, una trama judicial se desplegó alrededor del caso y de las pruebas.
¿Se puede disparar así nomás con un golpe en el hombro una nueve milímetros?. Era la discusión que por entonces recorría pasillos judiciales y charlas entre policías.
En marzo de 1991 esa pregunta tuvo respuesta escrita en fallo judicial.
La Sala I de la Cámara de Apelaciones de La Plata por entonces integrada por los jueces Luis Soria, Ricardo Szelagowski y Sergio Almeida, consideró que lo de Maxi Albanese no había sido un fusilamiento sino un hecho “culposo”, accidental.
Si hasta la culpa casi terminaron echándosela a la empresa Browing que, tal parece, había fabricado una pistola con un defecto en el gatillo. El encargado de control de armamento de la comisaría donde trabajaba Ferrero dijo que la pistola funcionaba bien, al menos hasta un mes antes del crimen. Pero no alcanzó para decir lo contrario.
Como si eso fuera poco, los jueces aceptaron otro argumento de la defensa: “el imputado es inexperto para manejar armas”. Estaban hablando de un policía entrenado durante meses en la Escuela Vucetich a la que había ingresado en julio de 1987. Tampoco tuvieron en cuenta como “experiencia” en el manejo de armas, su paso por la Armada de enero de 1892 a enero de 1985.
las marchas que conmovieron
Ferrero, Nievas y Navarro salieron de la cárcel.
Lalo, Alicia, Natalia y Patricia no se rindieron. Las marchas por el caso Albanese inundaron las calles de La Plata, una ciudad que asistía a un fenómeno inédito, solo visto en las imágenes que la televisión nacional mostraba sobre la conmoción social y política que generaba otro crimen icónico, que marcaría un antes y un después en la historia: el de María Soledad Morales en Catamarca, perpetrado tres meses después del asesinato de Maxi.
La primera marcha que se hizo en La Plata para reclamar Justicia por el pibe Albanese partió de Plaza Italia, recorrió 7 hasta 45 y tomó 8 hasta los tribunales de 8 y 57. Fue un río de gente, en su mayoría pibes, familias. Desde el poder judicial y político de entonces miraron aterrados. Ni pensar en que la situación terminara como en Catamarca.
En el año 2000 se logró un cambio de calificación y un nuevo pedido de captura. Pero Ferrero se había mudado a Tucumán, diría su madre.
Viendo las pruebas y los elementos colectados en el expediente, la titular del Juzgado de Transición Nº 3, Isabel Martiarena habrá hecho mueca al leer: “homicidio culposo”. Y enseguida recaratuló como “agravado por alevosía”.
La jueza encontró algunas cosas raras en aquel expediente. Por ejemplo, la foja de servicios de Ferrero no formaba parte de la causa.
En medio de la historia, hay otra historia con la que una parte de la justicia intentó explicar las razones por las que Ferrero hizo lo que hizo.
el capitán albanese
Se asegura que Ferrero vio frustrada su carrera en la Armada por culpa de un “capitán Albanese” que se encargó de dejar sentadas en su foja de servicios cada una de las faltas y quiebres al reglamento que tuvo Ferrero en esos años de marino. Y que al cabo de tantas, le valió la baja.
La noche del crimen, al ver el apellido Albanese en el documento de Maxi, estalló de furia. Y entonces le pegó, usando la culata del arma que se disparó. En su momento se buscaron otros móviles. No faltó quien intentó darle al caso una connotación de violencia futbolística habida cuenta que Maxi guardaba en su billetera pasto de la cancha de Gimnasia. En algunos mentideros de la ciudad se llegó a esa exageración.
La otra versión es que lo que movilizó a Ferrero fue el billete amarronado con la cara de Justo José de Urquiza en la billetera de Maxi, junto al puñado de pastito de la cancha del Lobo. Y que usaba el arma reglamentaria para salir a robar, junto a sus amigos.
Al prófugo Ferrero (el único que quedaría pegado en la causa) lo buscaron por Tucumán, Misiones y el Brasil.
Siempre existió la sospecha de que alguien le avisaba cuando la policía estaba cerca.
Habían pasado 15 años cuando una noche, la del 27 de marzo de 2006 sonó el teléfono en la casa de los Albanese.
Atendió Alicia, la mamá.
“Hace 15 años que quiero hablar con usted”, dijo del otro lado una voz de hombre joven, abrumada.
La mujer no había empezado a acomodar el corazón para caber en la sorpresa.
un teléfono en la noche
“Lamento mucho haberle arruinado la vida. Ahora sé lo que es tener hijos y no me imagino cómo sería vivir sin ellos”, dijo el desconocido.
Alicia entró en modo desesperación. Quiso saber quién estaba del otro lado. Con la respiración agitada el desconocido la interrumpió.
“Por favor, no me pare que me cuesta. Le quería decir algunas cosas que tenía atragantadas hace mucho tiempo. Lo taparon todo, limaron el gatillo del arma”, confesó el desconocido.
Alicia casi no podía respirar.
“Por qué me cuenta todo esto ahora, por qué”, quiso saber.
“Porque no aguanto más. Le pido perdón. Quiero que Ferrero se pudra en la cárcel”. Antes de cortar, el desconocido volvió a pedir perdón.
Desde entonces los Albanese intercambian entre sí opiniones sobre el mismo tema, doloroso, recurrente: ¿Quién llamó esa noche?.
Para Alicia fue Navarro. O Nievas. Uno de aquellos dos que acompañaban a Ferrero aquella noche fatal en la esquina del Centro de Estudiantes de Chubut.
Su instinto de madre acaso la llevó a pensar que era alguno de los dos, conmovido por la paternidad.
Para Lalo, fue alguien que tuvo que ver en las maniobras descriptas para hacer pasar como accidental un hecho que no lo fue.
“Limaron el arma”, fue la frase que les quedó grabada y los hizo pensar en aquellas pericias que decían que se había disparado “sola”.
Alicia recordaría: “escuchaba lo que me decía y las lágrimas me caían solas. En cada frase me tiraba un dato preciso de cómo habían matado a Maxi y de cómo también habían encubierto el crimen”.
“Me dio detalles que muy pocos saben”, concluyó.
En aquella charla, el desconocido le contó que Ferrero estaba en el extranjero. Y le dio pistas para ubicarlo porque el prófugo solía comunicarse con su abuela, que por entonces vivía en La Plata.
La Justicia se encargó de ordenar las escuchas telefónicas necesarias para capturarlo en San Pablo.
Estaba en las afuera de esa gigantesca ciudad brasileña. Lo apresaron en un taller mecánico de motos que sería, hasta hoy, su actividad laboral.
La policía lo detuvo en un taller de motos y estuvo preso un mes. Pero en San Pablo. No hubo extradición y sus abogados lograron que el caso quedara como prescripto.
“Sin siquiera fijar domicilio en La Plata, le dijeron que ya estaba, que ya era libre”, recuerda Natalia Albanese, una de las hermanas de Maxi.
Los Albanese se mudaron a Mar del Plata: Lalo, Alicia y Patricia, una de las hijas. Aquí quedó Natalia, la otra hermana de Maxi.
“una herida que no cierra”
Ella, como todos en su familia, no puede, no quiere y siente que no puede olvidar.
“Nunca se hizo justicia. Es una herida que no cierra. Es vivir todos los días con la impotencia de sentir la impunidad. Ver que el tipo está ahí, libre, que hasta tiene su página de Facebook en el país donde vive”, dice Natalia a pocos meses de cumplirse 30 años del asesinato.
“La impotencia es tanta. Pero no se puede hacer nada, legalmente nada. A veces tengo ganas de escribirle, de preguntarle por qué lo hizo. Nada más que eso, nada más. Pero no se puede y mis viejos ya están grandes”, cuenta Natalia.
Era ya la una de la mañana, cuando se aparecieron los tres jinetes de aquella muerte injusta
Siempre existió la sospecha de que alguien le avisaba cuando la policía estaba cerca
“Vivir todos los dìas con la impotencia, sentir la impunidad. Saber que hasta tiene Facebook”
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