Setentones en cuarentena y en rebeldía
Edición Impresa | 23 de Abril de 2020 | 05:12

Abel Blas Román (*)
abelblasroman@outlook.com
Alguna vez, alguien que sea dueño de fuerzas y talento, tendrá que realizar el ensayo sobre la influencia de los nacidos entre los 40 y los 50 del siglo pasado para, recién entonces, poder tener nosotros la noción admirativa de lo que somos. Esta generación que hoy transita por lo que algunos llaman con pobre imaginación tercera o cuarta edad, o peor aún, clase pasiva, y que los políticos demagogos llaman “nuestros abuelos”, es la generación que vio al Hombre llegar a la Luna y la que vio cómo el mundo se convertía (para bien o para mal) en una aldea global. Es la generación que en Argentina vio cómo se degradaba el sueño de grandeza de nuestros antepasados. La misma que atravesó por enfrentamientos sangrientos y estériles, que soportó crisis económicas de dimensiones catastróficas, pasó por una guerra insensata y recuperó la cordura y la república con costos enormes. Y es la generación a la que, de pronto, iluminados militantes, sabios comunicadores, duros líderes y empecinados patrocinantes ordenaron: ¡Cambia tu piel!, ¡Viste esta ropa!, ¡Danza esta música, ¡Vive esta historia!..
Somos la generación que comenzó a correr en una pista desconocida, detrás de metas nuevas, y cargando años de desventaja en el manejo de extraños aparatos digitales. Somos la generación a la que le dijeron deja la máquina de escribir, olvídate de la poesía de Homero, o de la voz Gardel (¡de Gardel!) de Canaro y del Dante y su divino viaje, de Sinatra y de “Los fronterizos”. Olvídate de tus mentores, de tus filósofos y de tus artistas. ¿Para qué nuestra literatura? ¿Para qué nuestros trajes? ¿Para qué nuestras habilidades, oficios y saberes? ¿Para qué las recetas de la abuela? Todo lo que traía la tecnología era mejor y las ravioles del domingo venían por delivery. Y cuando no teníamos más que nuestra nostalgia, apareció la peste y nos mandaron a casa, sin visitas y con barbijo. Y otra vez encumbrados mandantes nos ordenan medir cercanías y ejercer los afectos “on line”, recomiendan sexo virtual y obligan a tramitar (vía web por supuesto) una visa especial y temporaria para pasar la frontera de nuestras casas.
Para dar ejemplos virtuales les han puesto barbijos a las estatuas de San Martín o el Almirante Brown y nos dicen que otra vez estamos en default, pero que solamente es virtual.
Virtualmente estamos aplanando la curva y homenajeamos virtualmente a nuestros médicos aplaudiendo a una hora convenida por las redes mientras les faltamos el respeto trayendo médicos cubanos.
Pero lo que es real, y no virtual, es que esta generación, que hoy podría sentirse discriminada pues en estas últimas décadas se dieron batallas inclusivas como la de género que mostraron la discriminación de la mujer, se promovieron leyes de matrimonio igualitario y se avanzó en la consideración de emparejar la cancha para minorías en desventaja, pero permanece inalterable la obligatoriedad de dejar la enseñanza a los 70 y la falta de solicitudes de empleo para esa edad.
Hasta se ha bautizado el fenómeno: “viejismo”, “edadismo” o “ageisem” (del libro del escritor platense Sebastián Campanario, “ La Revolución Senior”).
Esa generación, mi generación, la de mis amigos y mis maestros, es la que luchó sin redes por causas nobles como los derechos de la mujer, la igualdad racial y la libertad de expresión. Es la que se adaptó a los cambios más vertiginosos de la historia y sobrevivió con estoicismo.
Nos ha signado el replanteo profundo y permanente. Ha sido fuerte y nunca gratis. Nos educaron en moldes que debimos superar. Nos mandaron a una escuela que tuvimos que cuestionar. Fuimos a una Universidad que anhelamos reformar. Tuvimos que repactar conceptos, valores e historias. Tuvimos que estructurar nuevas formas de familia, de amistad, de relaciones.
Nuestra literatura se tornó confusa y hasta caótica. Nuestra arquitectura fue explosiva e iconoclasta. Nuestra pintura abstracta y hasta inasible. Nuestra música estridente y contradictoria, ora pacífica, ora agresiva; siempre hermosa. Nuestra religión, huidiza y rebelde. En suma, nuestras creencias resquebradizas y nuestras ideas volátiles.
Nos fijamos metas, porque olvidamos que Cervantes nos había enseñado que era mejor el camino que la llegada y que Almafuerte nos dijo que lo importante no era recorrerlo una vez, sino cien, quinientas, mil veces.
En el camino hemos obtenido sabiduría, experiencia, capacidad de resistir y fortaleza. No renegamos de la modernidad; usamos toda la tecnología que podemos o nos enseñan nuestros nietos, pero no olvidamos los valores esenciales que hacen digna la vida en esta tierra. Al fin y al cabo, los consejos del Capitán al marinero en “El Amor en los tiempos de Cólera” de García Márquez no se apartan un centímetro de las recomendaciones de los especialistas del universo hoy en día.
Por eso, tal vez, como existen comités de expertos en sanidad o en economía, habría que agregar un consejo de los expertos en vivir; quizá ésa sea una buena expresión para designarnos.
A las virtudes de nuestra generación (no a sus defectos) me he referido, por supuesto, en general, sin pretender atribuirme ninguna de ellas por mi mera pertenencia a ese “club de veteranos”.
Pero en nombre de mis congéneres, sugiero con humildad: no prescindan de los viejos, porque esos expertos en vivir serán necesarios. Porque si algo ha enseñado este virus chino es, que es mucho más lo que nos falta hacer y ver para saber hasta dónde puede llegar la humanidad en su devenir incesante y sabiendo que tendremos que replantearnos todo, no una vez, otras diez, otras cien, otras quinientas… y que “nunca hay que dejar de pelear hasta que la pelea haya terminado”.
(*) Abogado, clase 1941
“Sugiero con humildad: no prescindan de los viejos, porque esos expertos en vivir serán necesarios”
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